Disparen sobre el sentido común.
Algunas notas sobre el sentido común que parten desde, y regresan a, una obra de Anne Katrine Dolven.
Rodolfo Moguillansky
Disparen sobre el sentido común
El sentido común.
El sentido común, ha sido históricamente concebido de dos modos distintos:
a) sensación común y
b) sensorio común.
En el primer caso parece
tratarse de una serie de funciones; en el segundo de un órgano. Sobre este
último sentido ya Aristóteles nos prevenía que no hay ningún “órgano” especial
sensible que sea un “sentido común”.
“Sentido común” entonces alude a una función
de unificación de los demás sentidos. Por extensión el sensus comunis naturae se lo ha remitido a la idea de un “acuerdo
universal” respecto a ciertos “principios” o “verdades” que se suponen
aceptables para todos junto a la idea de una naturae rationalis inclinatio que reside en toda naturaleza
racional como tal. Advirtamos que aunque en sentido estricto el sentido común
tiene como objetos los “sensibles”, el que popularmente se usa es el sensus comunis naturae que tiene como
objetos “principios”, que son “sentidos como evidentes”.
El sentido común está basado en la creencia de una ley natural
El sentido común en
tanto función unitaria o unificante, origina (y a su vez está basada en)
la creencia de un orden natural o incluso de una ley natural.
La “ley natural”, hace a
una de las piedras angulares que sostiene un orden como el que Foucault estima
que se presupone en nuestra mente frente a los “hechos en bruto”. Esta “ley
natural” hace al núcleo central
del orden propugnado por el establishment religioso; así dice Santo
Tomás de Aquino en la Summa Teológica, la ley natural: “no es otra cosa que la
luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios: Gracias a ella
reconocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios ha donado esta
luz y esta ley en la creación”. Después – aclara Juan Pablo II en la
Encíclica Veritatis Splendor –
volvió a darla en los mandamientos. Y continúa: “Sin embargo, la autonomía de
la razón no puede significar la creación, por parte de la misma razón, de los
valores y de las normas morales (p. 64);
el poder de decidir sobre el bien y el mal no pertenece al hombre, sino
sólo a Dios (p. 57); Dios hace al hombre participe de esta ley suya, de modo
que... pueda reconocer cada vez mas la verdad inmutable” (p. 67) [1] Esto da por resultado creencias a las
que se supone de aceptación universal en las que no suele admitir
inconsistencia alguna.
Este absoluto es el lugar
que suele ocupar la fe, incluso ocupando un lugar de una racionalidad que
aunque certera no comprendamos; que no la comprendamos no la hace menos
certera. Descartes[2] decía
respecto de esto: “No debemos presumir tanto que creamos que Dios nos haya
hecho partícipes de sus resoluciones... Tendremos, sobre todo, como regla
infalible, que lo revelado por Dios es incomparablemente más cierto que todo lo
demás, con el fin de que de que, si algún destello de razón pareciese
sugerirnos una idea contraria, estemos prestos siempre a someter nuestros
juicios a cuanto venga de él.” (Pág. 26 y 76).
La duda, no es un dato
inicial para Descartes, por ello ni impuso la obligación de dudar, ni la
proclamó con vehemencia, porque la incorporación de la duda es tarea de toda
una vida, no se adquiere en pocos días o semanas.
El sentido común estipula lo
que “es” razonable.
El sentido común, estipula lo que es razonable, lo que está en boga, lo que está de moda, sentido al que la mass
media le rinde homenaje considerándolo el máximo sostén de la racionalidad, del buen gusto y la
sensatez; impregna buena parte de la estética, los valores e ideales de nuestro pensamiento y de nuestra
cultura. Ha traído la pírrica ventaja
para nuestra mente perezosa de ahorrarle pensar, pero por eso mismo ha hecho
estragos en la historia de la humanidad. Se trata de una fuerza muy poderosa
nos advierte Bion. En sus Cogitaciones[3],
en una transcripción magnetofónica registrada en abril de 1979 nos dice que su fuerza “puede verse por la
evidencia del pensamiento del período descubierto por los arqueólogos que
excavaron la tumba de la muerte de Ur. Evidentemente, cuando murió la autoridad
gobernante, la corte de Ur también murió con él; todos fueron enterrados en la
misma tumba y tomaron la misma dosis de la droga que se utilizara antes de ser
sepultados vivos... Esto puede
cambiar; tal vez unos miles de años después de que los arqueólogos puedan encontrar
signos de la mentalidad existente en la Guyana en 1978 (alrededor de 900
seguidores del reverendo Jim Jones, líder del Templo del Pueblo, murieron el 18
de noviembre de 1978 en un suicidio ritual masivo)” (p. 399)
El sentido común, el principio de identidad y la idea de centro
Es importante saber que en
el altar del sentido común ocupan un lugar dominante el principio de identidad, la idea de centro, y la
de origen único.
Para darse cuenta de la
importancia que tienen dentro de nosotros, basta saber que aquellos que han
definido la lógica como la ciencia de las leyes del pensamiento sostienen que
hay tres leyes, o principios que son necesarios y suficientes para que el
pensar discurra por carriles “correctos”: el Principio de identidad; el
Principio de contradicción y el Principio de tercero excluido (Copi,
Irving,1953). Esto toma mayor trascendencia, si a la vez, no perdemos de
vista que precisamente estos tres principios, son los que Freud nos señala, que
no rigen dentro del pensamiento inconsciente. Luego este razonamiento regido
por estos principios tiende a abolir la noción de inconsciente, a no considerar
su eficacia[4].
Con el principio de
identidad se nombra tanto un principio lógico como un principio ontológico que
puede enunciarse como a=a, según el cual toda cosa es igual a ella misma.
El principio lógico de
identidad abarca tanto “a pertenece a todo a” (lógica de los términos), como
“si p entonces p” (lógica proposicional); y también incluye el principio psicológico de identidad, entendiendo
por él “la imposibilidad de pensar la no-identidad de un ente consigo mismo”.
Se considera a Parménides
el que ha extremado más la concepción sobre el Principio de Identidad. Para
él es el resultado de una
tendencia de la razón – de esa razón identificadora - de reducir
lo real a lo idéntico, esto es sacrificar la multiplicidad a la identidad con
vistas a su explicación.
El principio de causalidad
es según Meyerson[5](1908): el
principio de identidad aplicado a la existencia de los objetos en el tiempo, y
es el caso más característico a que tiende tanto la ciencia como el pensamiento
común. Meyerson (ibid) dice
textualmente: “afirmar que un
objeto es idéntico a sí mismo parece una proposición de pura lógica y, además,
una simple tautología o, si se prefiere, un enunciado analítico según la nomenclatura
de Kant. Pero desde el instante en que se agrega a ello la consideración del
tiempo, el concepto se desdobla, pues fuera del sentido analítico adquiere,...
, un sentido sintético; es analítico cuando expresa el resultado de un análisis
de un concepto; sintético, por el contrario, cuando es entendido como una
afirmación relativa a la naturaleza de los objetos reales” (página 18). El
razonamiento de Meyerson en este punto que lleva en “Identidad y Realidad”, es
muy interesante. Meyerson critica
fuertemente a los científicos como tratan de violentar la realidad en aras de
la identidad; dice que la tendencia a la identidad, no está en la realidad,
sino en la mente de los científicos; el pensar científico no puede eludir su
tendencia natural a la identidad, tendencia que es, la misma exigencia de la
razón. Esto conduce, dice Emile Meyerson, a la ciencia a la “esfera” de Parménides;
a través de los postulados de la unidad de la materia, del espacio uniforme, la
ciencia acaba por sustituir lo diverso por lo único y, consiguientemente, acaba
por abolir una realidad donde, ausentes los fenómenos, sobra la ley misma. Me
parece central, como Meyerson advierte los peligros que tiene la ciencia, en su
intento de aprehender el conocimiento, por esta tendencia unificante de ella. A
los efectos de este libro, lo que quiero resaltar, es - es lo que Meyerson
señala - esta tendencia unificante de la razón que no es propia sólo del hombre
de ciencia, sino también del pensamiento común del hombre, que hace de lo
múltiple y de lo diverso algo unificado y que consigue en el curso de este
esfuerzo una adecuación – parcial – entre lo real y lo idéntico.
Meyerson previene que la sustitución de lo real por lo idéntico, es un
postulado de la mente.
El principio de causalidad
implica un origen, en general único. Esta identificación es a la que se inclina
tanto el hombre de la ciencia como en el pensamiento común al afirmar que un objeto es idéntico a sí mismo. Se ve en lo anterior que el principio de
identidad, además de un principio ontológico y lógico, parece ser una
propensión de “la razón” unificante que da consistencia a una Weltanshauund
basada en “lo Uno”.
También es una disposición
de nuestra mente concebir el mundo alrededor de un centro y de un único origen,
una prueba de ello es el Génesis, en especial el mito del Edén, que tiene en su
núcleo a este hombre creado a imagen y semejanza de Dios. No ha sido fácil poner estas ideas en duda, sabemos de los sufrimientos de
Galileo cuando las hizo titilar y
Freud nos explicó como Copérnico, Darwin y el mismo se ganaron la antipatía de
la mass media, en tanto sus modos de
pensar descentraban a la tierra, hábitat del hombre; descentraban el origen del hombre, concibiéndolo como un
paso más en la evolución de los antropoides y ya no heredero de la perfección de la deidad; y además
determinado su pensar más allá de
su conciencia. Todas ellas fueron terribles heridas narcisistas.
Advirtamos entonces que
esta idea de “lo Uno” forma parte de una línea en que ha sido pensada la racionalidad
consensuada que nos viene desde los griegos.
Nacemos psíquicamente concibiendo el universo como “lo Uno”
Nacemos psíquicamente
concibiendo el universo como “lo Uno”, esta es la cosmovisión que tenemos
cuando constituimos la primera auto-imagen, ya que así vivimos el mundo desde
el “yo de placer”, primera existencia psíquica. El “nuevo acto psíquico”, que
da lugar a esta primera imagen de sí, contiene este modo de ver. Esta concepción basada en esa cosmovisión,
la sigue sosteniendo el psicoanálisis, aun cuando propone que la constitución
subjetiva de la autoimagen se hace desde fuera del sujeto. Piera Aulagnier con
su noción de “cuerpo imaginado” (Piera Aulagnier 1964), que más tarde llamará
“sombra hablada” (Piera Aulagnier 1975), imagen anticipada de la madre acerca
de cómo será su bebé antes que nazca, imagen que luego entrará en relación con
la imagen especular para constituir esta imagen autosuficiente, germen del yo
ideal en su obra, contiene estos misma Weltanshauund.
Esta cosmovisión persiste a
través de la “teoría de la universalidad fálica”, epistemología desde la que
construimos y miramos el mundo en nuestros primeros años de vida, y sabemos, la
clínica psicoanalítica así nos lo enseña, que no sólo esto fija las coordenadas
con las que pensamos en esa etapa etárea. Esta epistemología implícita sigue
vigente en nuestro forma de
pensar, hace a nuestra esencia humana, y en tanto es así condiciona nuestra
percepción. Tal es su fuerza que tratamos de acomodar los preceptos a esta
teoría, suponiendo que algo falta cuando no satisface las exigencias de dicha
teoría. La noción de “castración”, tan cara el pensamiento psicoanalítico,
piedra esencial de nuestra comprensión clínica, tiene el presupuesto de un
individuo que presupone la teoría de la “universalidad fálica”. Es esta teoría
la que nos lleva a ver que falta
algo, donde en rigor no falta nada.
También forma parte de esta
cosmovisión, afín con el pensamiento único, la creencia sin discusión de los
“enunciados de fundamento” de la sociedad a la que advenimos. Nos
culturalizamos mediante esta
incorporación a-crítica de los valores, proscripciones y prescripciones
vigentes en esa cultura que nos acoge; esto ha sido notablemente descripto por Piera Aulagnier[6]
(1975) en lo que ella ha llamado “contrato narcisista”.
La búsqueda de “lo Uno”
Saul Bellow[7], con la
sabiduría que suelen tener los grandes narradores nos da en su novela
Ravelstein, una bella descripción de la búsqueda que hacemos de “lo Uno” cuando nos enamoramos: Naturalmente
existía una palabra griega
para ello, pero no puede esperarse que yo recuerde todas las palabras de ese antiguo vocabulario. Eros era un daimon, el genio o el demonio de cada uno provisto
por Zeus como compensación por la cruel ruptura de la totalidad humana original. Estoy seguro
de que he entendido bien esa parte del mito sexual aristofánico. Con la ayuda de Eros, cada uno de nosotros anda en
busca de su unidad perdida... No todos lo sentimos, o lo reconocemos, en caso
de sentirlo. En literatura lo sienten Antonio y Cleopatra, y Romeo y Julieta. Más cerca de nuestro
tiempo, lo sienten Anna Karenina y Emma
Bovary y, en su simplicidad, la Madame Renal, de Stendhal. Y por supuesto,
otros, que no están al tanto y a quienes no roza el reconocimiento abierto, lo sienten
en alguna forma obscura.
Cuando digo “Uno” me
refiero a lo que Saul Bellow alude en el párrafo anterior refiriéndose al mito
aristofánico, que también describe Platón en el Banquete. Recordemos que éste
es el modelo, el de Platón, que toma Freud para sugerir como él concibe la
unión amorosa en Mas allá del principio
del placer; Freud la
piensa en ese texto – a la unión amorosa - como el intento ilusorio de
reconstitución de “lo Uno” míticamente perdido – la reunificación del
andrógino; en el Banquete, Platón sugiere que los dos sexos, el masculino y el
femenino surgieron por partición de un ser único el andrógino y en el
enamoramiento intentamos recomponerlo.
Italo Calvino, da otra
versión muy ingeniosa y divertida de esta misma cuestión en “El Vizconde
Demediado”[8].
En esta novela corta, escrita en medio de la guerra fría, embriagado por
que “en el aire había tensión, un
desgarramiento sordo, que no se manifestaba en imágenes visibles pero dominaban
nuestros ánimos”, describe la historia del Vizconde Medardo de Torralba, que
luego de ser cortado en dos por una bala de cañón, que no sólo corta su cuerpo,
sino su modo de sentir: una de las mitades es malvada a más no poder; la otra,
en cambio, es de una bondad rayana en la estupidez. Cada medio Vizconde
simboliza a la perfección el hombre contemporáneo, incompleto, demediado, no
reconciliado consigo mismo. Así escindido, el Vizconde Medardo de Torralba,
aspira desesperadamente a unirse. En el final, luego de un duelo entre las dos
mitades, por los sablazos que se propinaron mutuamente habían “roto de nuevo
todas las venas y abierto otra vez la herida que los había dividido, en sus dos
caras. Ahora yacían de espaldas, y la sangre que ya había sido de uno volvía a
mezclarse en el prado” (Página 157)... Continua la saga contada por Calvino del
siguiente modo: “Así mi tío Medardo volvió atrás y fue un hombre entero, ni
bueno ni malo, una mezcla de bondad y maldad, esto es aparentemente no
diferente del que era antes de ser demediado. Pero tenía la experiencia de las
dos mitades refundidas en una sola, por eso tenía que ser muy sabio. Tuvo una
vida feliz, muchos hijos y un gobierno justo: También nuestra vida mejoró. Quizás
esperábamos que, con el vizconde entero otra vez, se abriese una época de
felicidad maravillosa; pero está claro que no basta un vizconde completo para
que se vuelva completo el mundo (la bastardilla es mía)” (página
158). La aspiración a la completud es también un sueño eterno, con el que
siempre nos desilusionamos, pero no por eso dejamos de buscarlo.
Tomando
este modelo, venimos desde hace muchos años trabajando con Guillermo Seiguer, en la construcción de una teoría que nos permita
comprender los fenómenos familiares. Sugerimos que en el comienzo de cada pareja, y por
ende de cada familia, esta se constituye míticamente sobre la ilusión de haber conformado un todo que tiene la
consistencia de lo Uno[9].
Los conjuntos que instituimos, y pertenecemos contienen alguna variante
de constitución de “lo Uno”
Sugiero –sugerimos con
Guillermo Seiguer (1996, 2002) - que “lo conjunto” se instituye sobre alguna
variante de constitución de “lo Uno”, por ello los momentos míticamente fundadores son
reíficados y recordados a
través
de una imagen que ilusoriamente lo refleja.
Prueba de ellos es que en toda formación de lo conjunto: las
instituciones, las familias, los países, incluso el conjunto que hace quien
escribe con su público, etc., las fechas suelen tener un alto valor. En ellas
se hacen descripciones, figuraciones más o menos consensuadas de cómo –
míticamente – fueron los inicios, es lo que intenté hacer al comienzo,
cuando volvía a Freud para
tomar cimientos en él, para dar fundamento ante Uds. mis lectores, sobre lo que
iba a decir.
En las ocasiones en que se
conmemora, los fundadores, o a los que de algún modo se les asigna el lugar de
representante de los fundadores, les cuentan a los que vinieron después, a
través de imágenes, anécdotas, historias que protagonizan “los fundadores”,
que se recuerdan y se repiten en cada aniversario como
se inició, cómo es la leyenda que han construido sobre sus orígenes. Junto a
estas imágenes, la pertenencia a un conjunto hace participar a sus integrantes de leyendas, mitos,
creencias y/o saberes comunes y también sobreentendidos; la pertenencia tiene
entonces en sus bases estos sentimientos de “lo Uno”. Esto ocurre en todo
conjunto. Nuestra conducta individual esta atravesada por esas pertenencias.
Guillermo Seiguer, con quien
comparto las ideas previas, suele decir que “Hay un horror a quedar fuera de un conjunto
y horror a quedar atrapado en él. Estos sentimientos desbordan la noción de
soledad y claustrofobia, es expresión también de cuánta ajenidad respecto de un
conjunto es posible o soportable.”
Volveré
sobre este tema en lo que he llamado Intervalo, en el que junto con Silvia Nussbaum,
discutimos el film Una relación particular. A través de lo que allí decimos, pretendemos
transmitir una muestra ostensible, acerca de cómo lo conjunto se funda en torno
a “Lo Uno”.
Una
imagen de “lo Uno”[10]
Por ahora y como anticipo del Intervalo en torno a Una relación particular, para ir dando
pistas para comprender mejor el papel de lo Uno, voy a referirme a la eficacia
de ciertas imágenes que tienen la
virtud de enmarcar una figura detenida, que tienen la función de reflejar y a la
vez aquietar, paralizar un momento pretendidamente sublime. A la virtud
pacificante que tiene la imagen me referí parcialmente en el capítulo I, cuando discutí el ensayo de Gombrich sobre la obra de Giulio Romano, y en especial
el enjundioso estudio que hizo sobre él Jorge Canestri[11].
En este momento me quiero ocupar
no de las imágenes en general sino de aquellas que enmarcan una figura detenida.
Un rasgo destacable de estas imágenes, es que los sujetos que participan en ella, suelen sentirse
atraídos
por repetirlas, o más aún – ilusoriamente – tienden a instalarse
indefinidamente en las mismas, y de ese modo inmovilizarlas.
Dichas figuraciones impregnan además nuestras pertenencias a lo conjunto; es con estas estampas con las
que recordamos los momentos fundacionales de los conjuntos que instituimos
y a los que pertenecemos, momentos en que se tiene la ilusión de “lo Uno”, ser
parte de un todo. Un ejemplo privilegiado de las mismas, son lo que hemos
llamado con Seiguer las fotos de familia[12].
Una
magnífica imagen que dibuja “lo Uno”, la encontré en la exposición que se realizó en el
Museo de Arte Moderno de Bs. As., MAMba, bajo el título del oxímoron de “Movimientos inmóviles”. Móviles Inmóviles estuvo
expuesta desde el 26 de julio al 16 de septiembre 2001, fruto de una
colaboración entre el CCC de
Tours, Francia y el MAMba de Bs. As.
Dos palabras sobre ella para
situar el problema que quiero discutir: Uno de los aspectos relevantes que esta
muestra – Movimientos
inmóviles - quería poner sobre la
mesa residía en una de las
paradojas exploradas por el arte contemporáneo: el mix entre el tiempo y la inmovilidad; cómo en los diferentes
regímenes
de movilidad que expresan las imágenes la noción de velocidad
interviene como un fenómeno a deconstruir, recomponer o suspender. Cómo en la manipulación conjunta de los fenómenos de aceleración y desaceleración se tiende a dar la
sensación subjetiva de velocidad, o se busca retener la fugacidad de lo que sucede en una fracción de segundos.
Retener la fugacidad de lo que sucede en una fracción de segundos, me pareció particularmente
logrado en la exposición “Movimientos inmóviles”, en el video “Melankoli”[13] de la
noruega Anne Katrine Dolven.
(Fotograma de “Melankoli” de Anne
Katrine Dolven)
Dolven es una artista que
utiliza habitualmente en su obra el plano fijo para crear pequeños momentos
inmóviles, en una tentativa de fusión del individuo con el mundo. “Melankoli”
muestra un atardecer en el mar – una puesta de sol -, en lindos tonos
anaranjados, como si fuese un paisaje pictórico clásico, una escena inmóvil y
no un video. Este efecto lo logra porque interpone desde el comienzo, en un
primer plano en el video, dos piernas a contraluz juntas, que en esa posición
no dejan ver lo que está atrás; luego con el paso del tiempo los dos muslos se
abren y se cierran alternativamente. Cuando se cierran los muslos, como dije,
ocupan casi la totalidad de la escena no dejando ver otra cosa; cuando se abren
se hace audible y visible, tanto para el espectador del video - como también
para quien mueve las piernas -, el sonido y la visión del mar y la puesta del
sol que está por detrás. Es importante saber que en el paisaje que asoma en el
abrir de los muslos el sol nunca se pone, persiste la puesta en las sucesivas
aperturas indefinidamente, no desaparece en el video ese momento usualmente
fugaz. Hay entonces en la repetición del abrir y cerrar suspensión del tiempo,
al menos en el paisaje; en la reiteración del gesto – abrir y cerrar los
muslos - se da una prolongación infinita de un instante perfecto. En el
movimiento detenido en el paisaje se perpetúa un momento sublime, en que se es
parte de “lo uno”. En ese sentido, las imágenes de Dolven producen un
re-encantamiento con el mundo; los cuerpos reinsuflan la vida y el paisaje inmóvil adquiere la perfección
de una postal. A través de
pequeños gestos repetidos, regula su propia relación con el mundo, tornando el
paisaje a su medida. El truco de
Dolven permite dar por cumplida la ilusión de un sujeto que controle el ritmo
de la imagen desde el interior de la misma, dando como resultado una
figuración fija en el video – el paisaje con el
sol que nunca se pone -, que se
asemeja a la de la fotografía,
coordinada con un movimiento reiterativo de su cuerpo.
Cuando en nuestras charlas
habituales comenté esta imagen con Guillermo
Seiguer, él hizo un paralelo con lo que suele hacerse en las discusiones
teóricas y en esa línea me decía
que “Aunque no vi la muestra a la que te referís, y me debo estar perdiendo
parte del sentido, acuerdo que los muslos abriéndose y cerrándose dan la
impresión de movimiento y devenir; movimiento y devenir similar a cuando vamos invistiendo una sucesión
de términos teóricos y tenemos la siempre renovada ilusión de novedad. Llamativamente,
cada vez, estos nuevos términos “explican todo”, son perfectos como la puesta
de sol, reconstituimos así -
también en las discusiones teóricas - otra vez “lo Uno”, volvemos a
enamorarnos”.
Incluso existe la tentación
a abandonar ciertos términos teóricos, y reemplazarlos por abstracciones que no
connotaran tanto. Es difícil imaginar que tamaña iniciativa surja por su uso
personal de los términos; vale más suponerla por efectos de su publicación, de
lo que pasa con ellos en el conjunto que los utiliza.
Algunas dificultades para incorporar dentro del pensamiento único la
noción de lo ajeno
En este capítulo, he
tratado de encontrar figuras y argumentos que sean evocativos para mi lector
para ilustrar “lo Uno. Que me den la posibilidad de engranar en un mismo juego de lenguaje[14]
con quien lo lee. Sólo aquello que conseguimos que forme parte de un mismo juego de lenguaje con otros tiene luego
posibilidades de coincidir o diferenciarse. El modo de encarar el problema
refleja el problema que quiero plantear[15].
Concluyo entonces que la
ajenidad, implica una ruptura de “lo uno”. Lo diferente, lo diverso y
especialmente lo ajeno va a
contrapelo del modo usual de pensar; lo ajeno es ajeno a nuestro primitivo modo de pensar. En la construcción de
estos conceptos ajenos -, había habido en la humanidad, parafraseando a Winston
Churchill sangre, sudor y lágrimas.
[1]
Buena parte de este párrafo está extraído de la nota 1, del capítulo 1 de “La vida emocional de la familia” y fue
redactado para él, en ese libro que escribimos juntos, por Guillermo Seiguer.
[2]
Rene Descartes, Principios de Filosofía, primera parte.
[3]
Wilfred Bion, 1944, Cogitaciones, Ed. Promolibro, Valencia 1966
[4]
Bion, construyó una tabla en la que cruza niveles progresivos de abstracción en
el pensar en el eje de ordenadas con usos del pensar en el eje de absisas.
Dentro de este ultimo eje, se destaca la “columna 2”, en donde ubica la
tendencia a no considerar otro significado que aquel que se manifiesta a los
organos de los sentidos. Tiene un sentido parecido, la columna 2, a la noción
de “obstáculo epistemológico” que teorizó Bachelard.
[5]
Meyerson, 1908, identité y
réalité, traducida al español como Identidad y Realidad en 1929.
[6]
Piera Aulagnier, 1975, Violencia de la interpretación, Amorrortu, Bs.
As.
[7]
De Ravelstein, de Saul Bellow (2000), Emece Editores, Bs. As. 2001
[8]
Italo Calvino, 1952, El vizconde demediado, Brugera, Barcelona, 1981.
El Vizconde Demediado es el primer
fruto de una literatura, en la que despliega su espíritu fabulador, un
transfigurador de la realidad, que junto con otras dos novelas cortas: “El
Barón Rampante” y “El Caballero Inexistente”, fueron publicadas en
1960 en “I Nostri antenati” (Nuestros antepasados).
[9]
Ver sobre esto R. Moguillansky y G. Seiguer, 1996, La vida emocional de la
familia, Editorial Lugar, Bs. As. ; R. Moguillansky, 1999, Vínculo y relación
de objeto, Polemos, Bs. As; presentación conjunta con Guillermo Seiguer en el
departamento de familia de APdeBA del 8 de agosto de 2002.
[10]
Para mayores precisiones sobre “el uno”, sugeriría leer la erudita e
interesante discusión que hace Esther Czernikowski sobre “el uno” en “El Amor y
la Globalización” en el libro del II Congreso Argentino de Psicoanálisis de
Familia y Pareja, editado por la Comisión
organizadora, Bs. As., 2001
[11]
Recordemos que el pintor,
nos decía Canestri, además del objetivo pictórico, intenta pacificar la
agitación del hombre y que entonces
“la composición es la
sintaxis que tiene en cuenta las ficciones del deseo y que sobre ellas se apoya
el artista para oponer al poder del destino, el placer del arte”.
[12] El momento mítico fundante en un
conjunto es reíficado y recordado
a través de una imagen que ilusoriamente lo refleja. A esta la hemos descripto
con Seiguer en distintos escritos con lo que hemos llamado la “foto de
familia”. Luego en ese conjunto tendrá que tramitarse, elaborarse la desilusión
de “lo Uno”, lo que será motivo de “sufrimiento vincular”, admitiendo esta
elaboración tres destinos posibles (que no los voy a describir, porque
reiteradamente lo he hecho en textos anteriores; ver Moguillansky y Seiguer
1991; Moguillansky y Seiguer 1996; Moguillansky 1999; Moguillansky 2001); sólo en uno de ellos podrá concebirse la
ajenidad y esta tendrá que construirse una y otra vez; la ajenidad en un
vínculo no llega para quedarse, no se establece de modo definitivo.
[13]
Anne Katrine Dolven, Melankoli, 1999, video color, sonido expuesto en MAMba, en
Moviles Inmoviles, por cortesía de la
Galerie Gebauer, Berlin.
[14] En el
sentido que le da Wittgenstein a esta expresión. Para Wittgenstein el lenguaje no es una trama de significaciones
independientes de la vida de quienes lo usan: es una trama integrada en la
trama de nuestra vida regida por reglas – las reglas del juego -. La
“justificación” o la “legitimidad” de un juego de lenguaje se basa en su
integración con actividades vitales, como un sistema de ruedas que engranan
entre si y con la realidad.
[15]
Este tipo de exposición, tiene una intención similar a la que tenía Bateson en
sus Metálogos; que lo escrito
refleje el problema que se discute.