¿Por qué no ves bien? ¿Por qué no ves el mismo verde que veo yo?
Las palabras, tienen para las diferentes personas distintas penumbras de significado y en su articulación son fuente de nuevos y desconocidos sentidos.
Rodolfo Moguillansky
El alquimista Michael Sendivogius descubriendo el oxígeno, por Jan Matejko, 1867
¿Por qué no ves bien? ¿Por qué no ves el mismo verde que veo yo?
Rodolfo Moguillansky
Es notorio que se ha hecho, en distintos campos, un enorme esfuerzo intelectual para
concebir que no todos pensamos de la misma manera, que en nuestro modo de
pensar no subyace igual
lógica, que no sentimos de
modo idéntico cuando nombramos con la misma palabra un determinado sentimiento.
Sin embargo, el resultado de este notable trabajo ha sido magro, en tanto no se ha instalado de modo permanente,
ni en la mente de los hombres, ni en el imaginario social un
saber debidamente instituido,y por consiguiente instituyente, que verse
sobre nuestra diversidad en el
pensar y en el sentir. A modo de ejemplo, admitamos que es frecuente, que cuando nombramos con la palabra
verde a un color, aunque sepamos que esta palabra remite a distintas
impresiones sensoriales en cada sujeto - no vemos todos lo mismo cuando decimos
verde -, solemos juzgar como un mal ver, al ver diferente al nuestro.
A
la reticencia que tenemos
cotidianamente para consentir como un buen ver – pari passu un buen sentir, un buen pensar -, la
visión que difiere de la propia, se suma que, para acordar que verde es para
todos verde, usamos palabras.
Debiérmos
avisparnos entonces, en primer lugar que, a través del código simbólico que nos
trae el lenguaje, sólo nos ponemos de acuerdo en llamar socialmente a un color
verde, y que ésto no implica que veamos lo mismo.
En
segundo lugar como para convenir este sentido
compartido nos hacen falta palabras, el sentido no es unívoco, ya que éstas, las palabras, tienen para
las diferentes personas distintas penumbras de significado y en su articulación
son fuente de nuevos y desconocidos sentidos. También, como contrapartida, es
una verdad, que este malentendido del que somos víctimas en tanto usuarios del
lenguaje genera un malestar
al que, con frecuencia, en el
diálogo ordinario se intenta eliminar concibiendo la polisemia de las palabras
sólo como un conocimiento intelectual. En el fragor de nuestras conversaciones
diarias no siempre tenemos presente este conocimiento y este desconocimiento
prefigura la actitud con que
pensamos las palabras y las emociones propias y de los otros.
Aquello, de que “las cosas son - se
sienten, se piensan y se ven - de acuerdo al cristal con que se mira”, sólo es
cierto en el pensamiento de los
hombres en momentos especialmente reflexivos. Solía decirse, con sabiduría, en el progresismo
sesentista que “no hay persona más fascista que un burgués asustado”. El
aumento de angustia suele lanzarnos velozmente en los brazos del pensamiento único.
Gastón
Bachelard[1] hace tiempo nos informó sobre la
tendencia unificante de la mente cuando introdujo la noción de obstáculo epistemológico, nombrando con
ella la alergia que tenemos a entreverarnos con abstracciones. Bachelard decía, para fundamentar su
posición, que “tornar geométrica la representación, vale decir dibujar los
fenómenos y ordenar en serie los acontecimientos decisivos de una experiencia,
he ahí la primera tarea en la que se funda el espíritu científico... de este
modo se llega a la cantidad representada,
a mitad de camino entre lo concreto y lo abstracto” y seguía “Tarde o
temprano,..., estamos obligados a comprobar que esta primera representación
geométrica fundada en un realismo ingenuo de las propiedades espaciales implica
conveniencias más ocultas, leyes topológicas menos solidarias con las
relaciones métricas inmediatamente aparentes, en una palabra: vínculos
esenciales más profundos que los vínculos de las representaciones geométricas
familiares.” (Pág. 7).
Estos
vínculos más esenciales, de los que nos habla Bachelard, nos son opacos, no
podemos acceder a ellos sensorialmente. Incluso somos ciegos a lo que cuestiona
el realismo ingenuo compartido y no
solemos poner de lado las representaciones geométricas familiares. Sólo miramos
de modo diverso frente a eventos que se nos imponen como revolucionarios, no
prestando atención a los prolegómenos que precipitaron dicha revolución.
Convengamos que nos aferramos a las representaciones que sentimos conocidas con enorme fervor.
Resulta
interesante en este punto recordar la conferencia que dictó Alexandre Koyre el
7 de mayo de 1955 en el Palais de la Couverture sobre Galileo y la revolución
científica del siglo XVII[2].
En ella Koyre comienza diciendo “La ciencia moderna no ha brotado perfecta y
completa de los cerebros de Galileo y Descartes, como Atenea de la cabeza de
Zeus. La revolución galileana y cartesiana – que sigue siendo a pesar de
todo, una revolución – había sido preparada por un largo esfuerzo de
pensamiento” (Pág. 180).
Sabemos
que no por tener fuertes antecedentes Galileo se libró de la ira de su época,
en tanto sus ideas hacían vacilar las seguridades del sentido común dominante en
ese momento. Koyre, en esa
conferencia, también nos cuenta como el saber galileano que rompió la
cosmovisión del siglo XVII, fue luego incorporado como parte de un nuevo sentido común: “El concepto galileano de
movimiento igual que el de espacio nos parece tan natural (la cursiva es mía) que creemos incluso que la ley de
inercia deriva de la experiencia y de la observación, aunque, evidentemente,
nadie ha podido observar jamás un movimiento de inercia, por la simple razón de
que tal movimiento es completa y absolutamente imposible” (Pág. 183).
Cuando
Koyre dice que tal movimiento es completa
y absolutamente imposible, quiere decir que el movimiento descripto por
Galileo con el principio de
inercia es una abstracción no observable en nuestro mundo, aunque sí sirve
– y vaya si ha servido - para explicarlo.
A
los vínculos más esenciales de los que nos habla Bachelard los podemos imaginar
mediante un trabajo psíquico construyendo abstracciones. Si no lo hacemos,
nuestra realidad se cimienta con las representaciones geométricas familiares
que nos dan una visión del mundo basada en un realismo ingenuo. También tenemos
que estar alertados que a aquellas relaciones más profundas, cuando las
incorporamos, a poco andar las integramos a nuestra visión y creemos verlas,
tal como nos lo enseña Koyre (ibid).
Con
alguna resonancia de “La caverna” de Platón podemos decir que el conocimiento
de lo real siempre es indirecto, es desde una luz que proyecta siempre alguna
sombra, que jamás es inmediata y plena. Sin embargo, dos mil años de reflexión
sobre el tema no han terminado de instalar plenamente en la mente humana que
sólo accedemos a sombras. Si bien reflexivamente podemos decir que lo real no
es jamás “lo que podría creerse”, sino lo que “debiera haberse pensado”,
tenemos que admitir que se conoce superando aquello que, con el espíritu mismo,
obstaculiza a la espiritualización.
En
la misma línea, a pesar de que sabemos que la representación que tenemos del
mundo es en el mejor de los casos un “mapa” y no un “territorio; que del mismo
“territorio” se pueden “levantar” distintos “mapas”, también tenemos que estar
alertas a que la discriminación entre mapa y territorio esta siempre expuesta a perderse.
Bateson[3]
(1972), con agudeza, nos llamó la atención sobre la relación mapa-territorio,
llamando así al hecho que un mensaje no consiste en los objetos que denota.
Bateson[4]
afirma en “Una teoría del juego y la fantasía” que “el lenguaje mantiene con
los objetos que denota, una relación comparable a la que existe entre un mapa y
un territorio” (Pág. 208) y continúa que “...es una característica del
pensamiento inconsciente o proceso primario que el pensante no puede
discriminar entre algunos y todos; ni tampoco entre no todos y ninguno... De manera análoga dentro del sueño o de la fantasía, el
soñante no opera con el concepto falso. Opera con todo tipo de enunciados, pero
con una curiosa incapacidad de llegar a meta-enunciados” (Pág. 212-213). Esta
incapacidad de formular meta-enunciados anula la distinción entre mapa y territorio.
Debiéramos
entonces estar despabilados, ¡no siempre lo estamos!, que no podemos construir
un “mapa” que tenga, como el “Aleph” de Borges[5],
la suma de todos los saberes y todas las visiones. Recordemos que el Aleph que
nos cuenta Borges, se hallaba en un oscuro sótano de la calle Garay, se trataba
de una pequeña esfera tornasolada de no más de dos centímetros de diámetro que
el relator en el cuento vio al bajar una destartalada escalera. Era tal la luz
que irradiaba el Aleph - escribe Borges -, que creyó al principio que era algo
que giraba, ¡pero no!, estaba fija. El Aleph, insiste nuestro cuentista, era un
lugar, en que sin confundirse, se podían ver todos los lugares del mundo, vistos desde todos los ángulos,
en él estaban reunidas todas las representaciones posibles de ver. Borges intenta en la descripción de su
experiencia encontrar palabras para figurarlo, y en ese afán señala, que podría
pronunciar la palabra pájaro con el sentido que los persas dicen la palabra
pájaro, ya que con él, los persas, nombran todos los pájaros, pero se da cuenta
que sólo todos... los pájaros, ¡no todo!. Luego de varios intentos en la misma
línea, admite la insuficiencia del lenguaje para dar una descripción que
contenga todo lo que estaba abarcado en el Aleph, para narrar todas las
virtudes que en su cuento tenía el Aleph..
Todo
mapa, todo saber, incluso la palabra pájaro de los persas, es un saber parcial,
un saber posible desde una cierta perspectiva; las palabras no significan lo mismo para todos; las palabras
no recubren la totalidad del
territorio; las palabras remiten a
diversos sentidos; siempre en lo
que pensamos y comunicamos queda un resto indeterminado; nunca tenemos una
versión última de nosotros, ni del otro, ni de lo que nos rodea; nuestra comunicación está atravesada
por el malentendido; hay algo del
otro y de lo propio que siempre nos va a ser ajeno..., una lista que puede ser
interminable.
Para
finalizar diría, retomando el comienzo,
que a pesar del enorme esfuerzo que se ha hecho desde distintas
disciplinas para establecer un saber sobre nuestro no saber; nuestro cotidiano
modo de pensar y nuestra comunicación con los otros habitualmente no lo
contempla y sucumbe frente al adocenado y certero “sentido común”.
[1] Gaston Bachelard,
La formación del espíritu cintífico, Siglo XXI, México,1984
[2] Esta conferencia
había sido publicada en la
Philosophical Review en 1943, y más tarde fue un capítulo del libro de A. Koyre
(1973) “Estudios de Historia del Pensamiento Científico”, Siglo XXI, México, 1977.
[3] Gregory Bateson,
1972, Pasos a una ecología de la mente, Planeta, Carlos Lohle, Bs. As. 1991
[4] ibid
[5] Jorge Luis Borges,
, Obras Completas, Emecé editores,
Bs. As. 1960.