Encuentro en el desencuentro: ¿Cómo es una familia hoy?
Si bien podríamos coincidir en que la pareja moderna es un modelo aún existente, la pareja heterosexual estable vive más en el imaginario social y cultural que en la realidad.
Por Rodolfo Moguillansky y Silvia Nussbaum
Descargar como .pdf
Tanto
las “familias modernas” como las “posmodernas” se constituyen –según los autores– sobre la base de “la ilusión de tener la
misma ilusión”. Pero hay familias “inconsistentes”, familias “dogmáticas”,
familias “mesiánicas” y aún familias “sagradas”.
La familia moderna es una construcción cultural
reciente, es una producción social del siglo XX. Denis de Rougemont
(El amor y Occidente, 1958), el autor más clásico sobre el tema, dice que la
pareja moderna, la familia moderna, es “un invento de Occidente” definiéndola
como una pareja o una familia que nace y se sustenta en lo que instituye la
apasionada ilusión del amor recíproco. Un elemento a destacar es que, en esa
“nueva pareja”, se supone que se articulaba el amor con la sexualidad.
La constitución de la pareja que funda la
familia moderna, a diferencia de las formas previas, se establece mediante la
creación de un tejido imaginario común que obtiene su “materialidad” en una ilusión
constitutiva de lo conjunto, que encuentra en el enamoramiento un punto de
partida. Esa ilusión, creadora del imaginario común de ese conjunto –la pareja–, da sustento narcisista a la compleja trama
emocional que se tramita en el vínculo creado. La apoyatura en ese tejido
imaginario común, dador de pertenencia, caracteriza lo novedoso de este
“invento de Occidente”.
El apasionado amor recíproco en el seno
de una pareja es un sentimiento que recién se empezó a concebir en el Medioevo,
fue glorificado por el Romanticismo en el siglo XIX, mientras todavía reinaba
el matrimonio concertado, aunque ese matrimonio concertado concitaba ya en esa
época una fuerte insatisfacción.
Más tarde, en el siglo XX, el amor
recíproco dio las bases emocionales a la pareja occidental, forjándose después
de la Primera Guerra Mundial una generalizada realización social de este modo
de vincularse.
La familia moderna ha ido cambiando en
las últimas décadas. En los últimos años, en las sociedades urbanas de
Occidente, se ha autonomizado cada vez más de la
familia extensa, conformando un conjunto separado, aunque todavía conserva
importantes relaciones, tanto con los ascendentes como con los familiares de la
misma generación.
La solución alcanzada por la pareja
moderna no instituyó una forma definitiva. Con el andar del siglo XX se
exploraron nuevas formas de intercambio sexual y pasional. Si bien podríamos
coincidir en que la pareja moderna es un modelo aún existente, la pareja
heterosexual estable vive más en el imaginario social y cultural que en la
realidad. Hoy en día, en los comienzos del siglo XXI, esa pareja y la familia
moderna conviven con otros conjuntos vinculares, las conformaciones familiares
de la posmodernidad.
Junto a las parejas y familias de la
modernidad, las conformaciones familiares de la posmodernidad han logrado
reconocimiento social y una juridicidad dentro del aparato legal del Estado;
son una parte importante de este mundo. Una buena parte de las familias
actuales son familias ensambladas. Además, conviven en nuestra sociedad las
uniones de parejas del mismo género, familias homoparentales,
familias uniparentales y también los que “eligen
vivir solos”.
Diferenciamos, dentro de estas “nuevas
conformaciones”, dos grupos: a) las que han logrado un lugar dentro de los
enunciados de fundamento de la cultura y que además cuentan con un “sostén narcisístico propio”, como el que suelen tener, cuando lo
tienen, las familias ensambladas, las uniones de parejas del mismo género y los
que “eligen vivir solos”; b) las que, con formas parecidas o no, no lo han
logrado. Nos referimos a las conformaciones que no han conseguido un
reconocimiento social o que constituyen relaciones familiares deficitarias que
no se pueden sostener por sí mismas.
Entre las conformaciones familiares que
responden a otros paradigmas culturales ubicamos las que –generalmente
por efecto de migraciones– provienen de otros
marcos culturales, y por lo tanto se sustentan en otros enunciados de
fundamento que los acostumbrados en “nuestro mundo”. Sólo teniendo conciencia
de las propias creencias y certezas, dadas por el entorno cultural en que
vivimos, se puede crear un espacio de escucha y reconocimiento de las
necesidades específicas y de la subjetividad particular de cada familia. Cuando
somos demandados por familias cuyos hábitos y costumbres son diferentes a los
usuales del grupo social al que pertenecemos, el obstáculo que nos traen
nuestras creencias y certezas para comprenderlos se pone de manifiesto más
crudamente.
Con las configuraciones que responden a
otros paradigmas culturales es aún más importante tener en cuenta el valor
siempre central que tienen las creencias, en especial las creencias de cada
familia sobre cómo es la familia, tanto de las personas que demandan atención,
como las del profesional que las asiste. Toda familia tiene creencias propias
sobre cómo “debe ser” una familia, cómo “deben ser” las cosas, cuáles son los
ejes axiológicos que deben primar. El malentendido inevitable que tenemos con
cualquier familia está potenciado cuando nos dirigimos a personas o familias
que pertenecen a otro paradigma cultural y sobre todo cuando suponemos que con
“lo mismo”, decimos “lo mismo”.
Formar
familia
Pese a las evidentes continuidades
familiares dadas por las tradiciones, los apellidos, los lazos económicos,
etcétera, hay una discontinuidad fundante desde el siglo pasado en las familias
de nuestra cultura. Es importante señalar que en nuestro tiempo y en nuestro
espacio geográfico, a diferencia de lo que ocurría previamente, las familias se
fundan, son instituciones que nacen. Si bien sabemos que la familia nuclear
está pautada por una legalidad transubjetiva
–en última instancia por la cultura– y se
constituye sobre la base de reediciones de prototipos infantiles, es necesario,
para constituir un nuevo basamento narcisístico
común, renunciar a las certezas identificatorias
dadas por la pertenencia a la familia de origen.
El nuevo orden intersubjetivo
que se instala supone entonces un nuevo momento de constitución narcisística que instituye a los que conforman el nuevo
vínculo como sujetos del vínculo. Esta operación cambia los sistemas de
lealtades y da comienzo a una nueva historia. Para enfatizarlo, parafraseando a
Freud, podemos decir que a este nuevo momento de constitución narcisista, que
se instituye al crear un vínculo, hay que considerarlo como un “nuevo acto
psíquico” (Freud, Introducción al narcisismo), en tanto cumple una función
similar en ese nuevo conjunto vincular a la que en su momento cumplió el “nuevo
acto psíquico” al instituir el yo en cada uno.
Las familias se fundan y al fundarse
instituyen un imaginario común, que tiene como premisa que los integrantes
tengan la ilusión de tener la misma ilusión. El “nuevo acto psíquico”,
explicativo del mítico pero estructurante origen del proceso de fundación de la
familia, lo vemos tanto en las familias modernas como en las posmodernas. Lo
que ocurre en esa fundación de la familia hace al sostén narcisista de las
mismas. La fundación de una familia no alude a ningún marco formal ni se trata
de un momento puntual. Este “nuevo acto psíquico” es un complejo proceso
simbólico y emocional, con un punto de partida en el enamoramiento: se unen en
la ilusión de tener la misma ilusión, y de ese modo sientan las bases para
instituir un tejido imaginario vincular que se lo supone común para los que van
a integrar la pareja, protomodelo del imaginario
común de la futura familia.
Ese imaginario común hace al zócalo
narcisista de la familia. El imaginario común, instituido sobre la premisa
tener la ilusión de tener la misma ilusión, organiza el zócalo narcisista que
otorga, para los que participan en esa ilusión, la condición de posibilidad
para la constitución de lo conjunto, para la fundación de lo conjunto. En esa
argamasa, la ilusión de tener la misma ilusión se instituye, se construye el
mito de origen de ese conjunto vincular, que adquirirá, si el vínculo sigue, el
carácter de convicción.
Del imaginario vincular parte la “función
dogmática”. Esta construcción instituye a los miembros de ese conjunto, quienes
comienzan “una historia” a la que pertenecerán y con la que guardarán
solidaridad. Al crear estos fundamentos de la pertenencia, se ponen en marcha
distintas funciones. Nos interesa destacar una: la formulación de los
fundamentos que regirán el nuevo vínculo, a lo cual llamamos “función
dogmática”.
La función dogmática instituye los
enunciados de fundamento de ese conjunto, de ella emergerán los ejes
axiológicos del mismo. Estos fundamentos sólo en parte serán explícitos y su
carácter dogmático es imprescindible para que los que instituyen el nuevo
conjunto hagan un corte con las familias de origen y que entonces una nueva
familia advenga.
En cada sujeto, el ideal del yo hereda el
narcisismo, y el narcisismo permite constituir un sistema de ideales que
instituirá al sujeto como humano. De modo análogo, la idealización inicial de
tener la ilusión de tener la misma ilusión precipita su carga narcisista sobre
los nuevos ideales familiares, dando origen a un orden que los rige, proyectos
a los que se dirigen, etcétera. Estos ideales pasan a regir el presente y el
futuro de la nueva familia.
La familia funda un nuevo contexto de
significación. La institucionalización de un naciente conjunto vincular se
completa con una nueva organización simbólica: la creación de un nuevo contexto
de significación para sus miembros. El nuevo contexto de significación organiza
un sistema de referencia que da condiciones de posibilidad para que advenga un
nuevo juego de lenguaje (Ludwig Wittgenstein, Investigaciones filosóficas,
1927). La construcción del nuevo juego de lenguaje precisa la relativización de
los significados individuales previos para así crear en conjunto nuevos
sobreentendidos.
Sin
sostén
Nuestros modelos para comprender lo
vincular se basan en los míticos modos en que se constituyó lo conjunto. Las
familias que no han podido constituir el zócalo narcisista plantean en la
consulta problemas urgentes, no se sostienen, no se autosostienen,
no tienen un marco social, económico o emocional para procesar los conflictos
familiares habituales.
No se trata en estas configuraciones
familiares de la “inconsistencia” que tiene toda familia, que toda familia debe
procesar. En estas familias campea una inconsistencia tan radical que no pueden
contener ni tramitar las emociones que en ellas tienen lugar.
Algunas de estas familias reúnen las
características que permitiría caracterizarlas como una familia moderna o
ensamblada –tienen su apariencia–; sin
embargo, es importante adjetivar esta definición, relativizarla, ya que estas
familias, además de la apariencia moderna o ensamblada, no tienen estructura
propia, sus vínculos son inestables, son precarias a la hora de sostener a los
hijos, no pueden retenerlos ni se pueden responsabilizar por su destino. Desde
luego, ninguna familia deja de tener alguna estructura sobre la que trabajar,
lo que estamos enfatizando es la existencia de grupos familiares que tienen tal
pobreza en su sostén que no son capaces para tolerar la sobrecarga emocional
que implica participar en vínculos.
Con estas familias es necesario
intervenir para que tengan lugar procesos que implican, no sólo volver a
ponerlos en relación, sino también crear condiciones para que entre ellos
puedan encauzar un vínculo que está amenazado de colapso.
Las intervenciones suelen estar
destinadas para el logro de algún tipo de “revinculación
familiar”. No hay que perder de vista que estas familias son “insuficientes”,
“incontinentes” a la hora de contener o contenerse.
Estas familias sufren por la ausencia, la
falla o el déficit de una ilusión que dé fundamento de pertenencia a ese
conjunto.
Con
sostén, pero...
De modo esquemático distinguimos
diferentes modalidades de familias que, si bien tienen un sostén narcisista,
presentan dificultades a la hora de pensar un orden ajeno al de ellas. Hay
familias que no parecen concebir diferencias con el psicoterapeuta ni con el
mundo. Todo suele estar bajo un orden que está regido por una mirada
–generalmente una madre– que todo lo
sabe; con estas familias corremos el riesgo de quedar englobados en un discurso
y un modo de pensar para el cual no hay otros puntos de vista posibles. Todos
los miembros, y especialmente la familia en conjunto, son parte de un orden en
el que un nuevo sentido es vivido como enloquecedor. Llamamos familias sagradas
a las que nos proponen este tipo de relación.
En otras oportunidades, nos encontramos
con familias que se sienten cuestionadas o iluminadas por nuestras modalidades
o por nuestras intervenciones. Podríamos decir que somos para ellos representantes
de un dogma frente al que se posicionan como feligreses u opositores. Las
intervenciones del psicoterapeuta son escuchadas como un discurso que se opone
al de la familia, un dictum que aniquila lo que
conciben como “verdadero”. En otras oportunidades encuentran la intervención
del psicoterapeuta como “reveladora” de una verdad trascendente. Con estas
familias, según estas dos posibilidades que enunciamos, se crea una relación de
sumisión u oposición que transforma el diálogo entre el psicoterapeuta y la
familia en un curso de adoctrinamiento o en una discusión. Sugerimos llamarlas
familias dogmáticas; en ellas suele sobresalir un padre tiránico.
Con otras familias, frente a la
desprotección que transmiten por la falta de normas, se le impone al
psicoterapeuta una vivencia de angustia, lo que puede inducir a proponer
regulaciones. Estas familias se instalan pasivamente a la espera de un orden
siempre por llegar, un Mesías que podrá erradicar todos los males. El presente
es caos, provisoriedad, inseguridad y confusión,
aunque es presentado con frecuencia como promesa de creatividad. Más que una
familia son un conjunto con pobreza de normas, porque el orden llegará después.
No se sostienen con claridad las diferencias generacionales. Desconocido el pasado,
viven en un presente provisorio, ya que sólo el futuro será pleno; como una
exasperación de la esperanza, del objeto que está por venir y que los
sancionará como familia.
Suelen consultar por dificultades de
aprendizaje o de socialización de los hijos. Como todo puede ser discutido y
cuestionado, pronto percibiremos que ninguna autoridad presente es válida y
toda intervención que propongamos será descalificada o no tomada en cuenta. La
constitución está invertida, los hijos convertirán a los padres en esposos, la
filiación fundará la alianza. La alianza es un lugar vacante, concebido como
espacio diferenciado pero no ocupado. Se reniega de las familias de origen
mientras se está a la espera de un sentido que será el que los confirmará.
Proponemos llamar a estas familias: familias mesiánicas, porque el lugar
central es el del hijo; no necesariamente los hijos presentes, sino incluso
alguno por llegar.
Englobamos a todo este último grupo de
familias como conjuntos con dificultades en la constitución narcisista. Estas
familias padecen de patología de la ilusión: tienen dificultad en la
constitución de un campo ilusorio a la hora de instituirse como conjunto. Las
familias sagradas y las mesiánicas instituyen un imaginario vincular que no
permite concebir un orden ajeno al de ellas; las familias dogmáticas conciben
un exterior, pero ese exterior es un enemigo.
Malestar vincular
En los estados de malestar vincular es
habitual que nada de lo oído “caiga bien”, que nada de lo que se diga “caiga
bien”, que las palabras pierdan la intención de comunicar; las palabras
desmedidas en tono, altura e intensidad, no tienen por fin comunicar ideas, más
bien parecen destinadas a penetrar en la mente del otro, acallarlo, anularlo o
inmovilizarlo; predomina el uso performativo de la
voz y los gestos. Buena parte de lo que proviene del otro, en estos estados,
suele ser sentido como preñado de malas intenciones; esta intencionalidad, esta
mala intencionalidad que campea en el seno del vínculo colorea el intercambio y
suele dar razón a la mala intencionalidad propia. Las dificultades para
tramitar la desilusión en los vínculos familiares tienen diversos destinos.
Ante la desilusión, solemos asistir a escaladas de violencia, señal de que algo
intolerable deja de poder ser procesado.
Es posible señalar distintos destinos,
dentro del vínculo, para tramitar la desilusión. El intento de recomponer la
situación inicial se expresa en la clínica del reproche. En el reproche se
reclama ante algo que frustra o priva, afirmando que hay una causa o un
responsable para que lo negativo se produzca. Para el reproche no hay azar. El
reproche le da un sentido pleno a la ausencia de sentido, desplegando una
causalidad que explica lo que no debió ocurrir.
La lógica del reproche está originada en
la suposición de que el malestar se debe a un error o maldad ajena o propia,
tomando en este último caso la forma del autorreproche. En el reproche
asistimos a una clínica que suele centrarse en el malentendido dado por la
disyunción entre atribución e interpretación, intentando el aniquilamiento de
una de las versiones (puede ser la propia, en el autorreproche). Dentro del
reproche hay una dificultad de imaginar la existencia de algo irreductiblemente
incognoscible o inasimilable del otro. Se intenta, a través del reproche,
reinstalar las míticas condiciones iniciales, y en ese intento se suele caer en
la polarización sadomasoquista.
La pérdida de complejidad vincular es la
expresión del fracaso para convivir con un mundo relacional impregnado por
sentimientos, predomina el vacío emocional que reemplaza la emoción ante la
desilusión. Es un intento de solución frente al dolor psíquico por la vía de la
trivialización de la relación. El correlato
individual de esta pérdida de complejidad lo encontramos en el cinismo y en el
retraimiento narcisista.
Nos encontramos con un progreso cuando
cede la polarización que caracteriza al reproche y se pueden construir en el
vínculo hipótesis vinculares. Esto avanza cuando se puede salir de la lógica
binaria y de las “teorías causales vinculares” y los integrantes del vínculo
pueden acceder a un encuentro en el desencuentro. Desde ese encuentro pueden
tener lugar nuevos proyectos que revitalizarán el vínculo.
·
Miembros titulares de la Asociación
Psicoanalítica de Buenos Aires (Apdeba) y full members de IPA. Texto extractado del trabajo “Un nuevo sujeto de la psicoterapia: la
familia”, que obtuvo el Premio FEAP en el Congreso “Psicoterapia y
multiculturalidad”, de la Federación Española de Asociaciones de Psicoterapia,
realizado en San Sebastián en noviembre pasado. Texto publicado en el periódico
Página/12 el 18 de diciembre de 2008.