Narcisismo, el sentido común y la ajenidad: fundamentos de una ética desde el psicoanálisis


En este texto quiero hacer una contribución acerca de los “fundamentos de la ética desde el psicoanálisis” proponiendo que este tema  implica, al menos desde una perspectiva psicoanalítica, cómo concebimos el narcisismo, sus vicisitudes y los avatares por los que transitamos  para concebir a los otros en nuestro modo de pensar. Para ello primero consideraré la cuestión del otro y de la otredad para luego exponer cómo, a mi juicio, propone el psicoanálisis que  llegamos a concebir a un otro desde un Yo que en sus inicios se supone a si mismo como autosuficiente. 

Rodolfo Moguillansky[1]
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Querido Umberto Eco: “He aquí la pregunta que, como ya le anticipé en la última carta, tenía intención de hacerle. Se refiere al fundamento último de la ética para un laico, en el cuadro de la posmodernidad. Es decir, más en concreto, ¿en que basa la certeza y la imperatividad de su acción moral quien pretende no remitirse, para cimentar el carácter absoluto de una ética, a principios metafísicos o en todo caso a valores trascendentes y tampoco a imperativos categóricos universalmente validos?

Carlo María Martini  (Obispo de Milán)

 

Querido Carlo María Martini: … La dimensión ética comienza cuando entran en juego los otros. Cualquier ley, por moral o jurídica que sea, regula siempre relaciones interpersonales, incluyendo las que se establecen con quien las impone.

… los demás están en nosotros. Pero no se trata de una vaga inclinación sentimental, sino de una condición básica. Cómo hasta las más laicas entre las ciencias humanas nos enseñan, son los demás en su mirada, lo que nos define y nos conforma. Nosotros no somos capaces de comprender quién somos sin la mirada y respuesta de los demás.

Umberto Eco[2]

 

Introducción

En este texto quiero hacer una contribución acerca de los “fundamentos de la ética desde el psicoanálisis” proponiendo que este tema  implica, al menos desde una perspectiva psicoanalítica, cómo concebimos el narcisismo, sus vicisitudes y los avatares por los que transitamos  para concebir a los otros en nuestro modo de pensar.

 

Para ello primero consideraré la cuestión del otro y de la otredad para luego exponer cómo, a mi juicio, propone el psicoanálisis que  llegamos a concebir a un otro desde un Yo que en sus inicios se supone a si mismo como autosuficiente. 

 

I

La cuestión del otro y de la otredad

Para explorar esta cuestión parto de lo que le responde Umberto Eco a Carlo Martini en el párrafo que reproduzco en el epígrafe “… La dimensión ética comienza cuando entran en juego los otros. Cualquier ley, por moral o jurídica que sea, regula siempre relaciones interpersonales, incluyendo las que se establecen con quien las impone.… los demás están en nosotros. Pero no se trata de una vaga inclinación sentimental, sino de una condición básica. Como hasta las más laicas entre las ciencias humanas nos enseñan, son los demás en su mirada, lo que nos define y nos conforma. Nosotros no somos capaces de comprender quién somos sin la mirada y respuesta de los demás.

 

¿Cuándo y cómo entran en juego los otros en nuestra concepción del mundo?

Si bien suscribiría que no somos capaces de comprender quiénes somos sin la mirada y respuesta de los demás se impone la pregunta: ¿cuándo y cómo entran en juego los otros en cómo pensamos, en cómo concebimos el mundo? Sabemos que no es soplar y hacer botellas incorporar la categoría del otro en nuestro pensar.

Si bien en el siglo XX y comienzos del XXI, a través de complejos movimientos emancipatorios, se  ha dado un mayor lugar en la sociedad a las mujeres, a los negros, a la diversidad  sexual y a otras minorías, no por eso deja de haber en nuestras sociedad prejuicios y exclusiones de los “diferentes”.  La historia de la humanidad -en particular, para referirme a algo más cercano, la historia de Occidente- ha mostrado sobradamente que ha sido muy difícil hacer lugar a las personas y a los modos de pensar que ellos tienen cuando este modo de pensar entra en desacuerdo con el establishment dominante. Sin necesidad de remitirme a toda la historia de la humanidad, puedo nombrar, a modo de ejemplo, los horrores ocurridos con la Inquisición, o como luego que Lorenzo de Medici estableciera en el Quattrocento en Florencia un clima favorable a lo que se venía incubando en torno a lo que se llamó Renacimiento hubo una violenta reacción ante este aire fresco y de la mano de Savonarola se organizaron las hogueras de vanidad o quema de vanidades donde los florentinos eran invitados a arrojar sus objetos de lujo, sus cosméticos, libros considerados licenciosos, como los de Giovanni Boccaccio, incluso en este movimiento purificador, Botticelli, niño mimado de los Medici, tiró a la hoguera telas pintadas por él o como consecuencia que Martín Lutero en 1517  clavara  las 95 tesis en la puerta de la Iglesia del Palacio de Wittenberg, con  una invitación abierta a debatirlas, aparecieron diferencias que no se saldaron a través de un debate sino que emergieron crueles conflictos militares, como la guerra de los treinta años. Recién en 1648 en la civilizada Europa después de la Paz de Westfalia[3], se pudo poner fin a la violencia y a las guerras religiosas que  surgieron con la aparición de la Reforma  y la religión dejó de ser esgrimida como casus belli   al ponerse fin con esos tratados a la visión española y del Sacro Imperio de una universitas christiana, una concepción que no hacía lugar a lo que estaba fuera de esa visión, una forma del “pensamiento único”. Sin embargo y como una prueba de lo difícil de hacer lugar a lo diferente, a pesar de las disposiciones establecidas en la Paz de Westfalia para dar lugar a una convivencia con  las diferencias religiosas, la intransigencia obligó en la práctica a exiliarse a los que no adoptaban las creencias del gobernante.

Sabemos de las barbaries que se han cometido y se siguen cometiendo bajo el nombre de diferencias religiosas, para preservar la pureza de la raza, para llevar adelante limpiezas étnicas, para civilizar. Todavía están frescos en nosotros los horrores de la segunda guerra mundial y concedamos que la última mitad del siglo XX y los comienzos del XXI tampoco nos han ahorrado horrores.

Es parte de la historia occidental como desde una Weltanschaunng etnocéntrica se ha justificado la esclavitud, el colonialismo, este último incluso concebido como una cruzada civilizadora.

Este tipo de concepciones ha condicionado cómo concebir al otro y también a nuestros saberes; ha tenido consecuencias en los “civilizados”, en esos “otros a civilizar”, y en cómo en el “Ilustrado mundo civilizado” se produjo el conocimiento. Como una nota de color sobre esto último recurro a Levi- Strauss (1974) cuando dice  en su Antropología Estructural: Si la sociedad está en la antropología, la antropología está a su vez en la sociedad: porque la antropología ha podido ampliar progresivamente su objeto de estudio, hasta incluir la totalidad de las sociedades humanas; ha surgido, sin embargo, en un período tardío de la historia de estas sociedades y en un pequeño sector de la Tierra habitada. Es más, las circunstancias de su aparición tienen un sentido que sólo se comprende cuando se las ubica en el cuadro de un desarrollo social y económico particular: se adivina entonces que dichas circunstancias están acompañadas de una toma de conciencia —casi de un remordimiento— ante el hecho de que la humanidad ha podido permanecer durante tanto tiempo alienada de si misma, y sobre todo de que esta fracción, que ha producido la antropología, sea la misma que ha hecho de tantos otros hombres un objeto de execración y de desprecio. Se dice a menudo de nuestros relevamientos etnográficos que son una secuela del colonialismo. Ambas cosas están indudablemente ligadas, pero nada sería más falso que considerar a la antropología como la última transformación del espíritu colonialista: una ideología vergonzante que le ofrecería una oportunidad de sobrevivir.

Lo que llamamos Renacimiento fue, tanto para el colonialismo como para la antropología, un verdadero nacimiento. Entre uno y otra, enfrentados a partir de su origen común, se ha proseguido un diálogo equívoco durante cuatro siglos. De no haber existido el colonialismo, el surgimiento de la antropología hubiera sido menos tardío; pero tal vez la antropología no se habría visto llevada a desempeñar el papel que es ahora el suyo: cuestionar al hombre mismo en cada uno de sus ejemplos particulares. Nuestra ciencia –la antropología- alcanzó la madurez el día en que el hombre occidental comenzó a darse cuenta de que nunca llegaría a comprenderse a sí mismo mientras sobre la superficie de la Tierra una sola raza o un solo pueblo fuera tratado por él  como un objeto. Solamente entonces la antropología ha podido afirmarse como lo que realmente es: un esfuerzo —que renueva y expía el Renacimiento— por extender el humanismo a la medida de la humanidad  (Claude Lévi-Strauss, [1974] pagina 47).

Reproduje esta cita, quizás excesivamente larga, para poner en evidencia como la incorporación del mundo presuntamente no civilizado a la categoría de lo humano,  como lo reclama Levi-Strauss para que la antropología alcance su madurez, no ha sido y no es una tarea fácil.

Esta preocupación por cómo tratar las diferencias tiene una extensa historia. En este tema es un clásico como Montesquieu (1771), en Las Cartas persas, pregunta ¿Somos como pensamos que somos? O bien ¿somos como los otros nos ven y definen?. Montesquieu en esta  obra a través de una sátira inteligente  abre una reflexión sobre las dificultades en la condición humana para concebir lo distinto. En nuestro campo Piera Aulagnier, retoma lo escrito por Montesquieu  en su texto ¿Cómo puede uno no ser persa? (Piera Aulagnier 1969) para explorar el difícil camino que tienen los diferentes, los extranjeros

 

¿Qué es otredad y qué es un otro?

Antes de entrar en esta distinción tengo que decir que concibo, junto con Kaës (1989)[4], que cada conjunto humano al instituirse, unifica a los que lo integran y a la par expulsa lo que no participa de ese sentimiento de comunidad.

Tenemos diferentes versiones de la otredad. He propuesto en distintos textos llamar  otredad a lo expulsado por lo conjunto. Con otredad  me refiero  a lo rechazado, a lo denostado por lo conjunto, ¡lo que no debe ser o incluso lo que no es!, ese otro, en rigor debiéramos decir esa otredad que no es parte de lo instituido  por   lo conjunto (Moguillansky, R. 2003; 2004; Moguillansky, R. y Szpilka, J. 2009; Moguillansky, R. y Nussbaum, S. 2013/2014).

Para seguir avanzando en el tema tengo que decir que  para mí es  importante la distinción entre otredad y estar con otro.

Una consecuencia de este deslinde es que, a los sujetos que son parte de esa otredad, los incluidos en lo conjunto los tratan no como otros sujetos sino como seres que están por fuera del mundo.

Vale la pena aclarar que, qué es el mundo, es algo definido por lo instituido, por  lo conjunto. Para ese mundo, a los que son parte de esa otredad, en oportunidades, no se les da, desde lo instituido por lo conjunto, derechos de que, en  su diferencia tengan igual existencia que el resto, hasta pueden ser despreciados en tanto inmundos. Incluso en ocasiones se aspira a que sean estimados, desde lo conjunto, como inexistentes, y cuando no se  logra desestimar su existencia y  la otredad penetra dentro de lo que es juzgado como mundano por ese mundo, provoca sentimientos de extrañeza en los sujetos que sí son considerados mundanos[5].

Querría que no se pierda de vista, que lo considerado por lo  instituido como otredad es un elemento imprescindible en la demarcación que se hace desde lo conjunto acerca de lo que le pertenece y de lo que no le pertenece.

Para dar fundamento a estas definiciones operacionales que estoy haciendo sobre otredad y estar con otro, me apoyo  en algunos textos escritos por autores  que se han ocupado de esta cuestión desde  la  literatura de  “género”. Es un mérito de esta literatura insistir sobre este lugar de otredad que ha tenido la mujer en una sociedad dominada por valores falocéntricos. Desde este lugar de otredad  que a juicio de estos autores –los que se ocupan del “género”- se le ha dado a la mujer, avanzaré en otras significaciones que toma la otredad.

Estos  autores plantean que  las relaciones patriarcales de poder se simbolizan por medio de la relación binaria fálico/castrado en la que, generalmente, los hombres asumen el papel activo del sujeto que mira, mientras que las mujeres que son miradas son objetos pasivos; así se explica,  para este punto de vista, la tradición dominante dentro de la estética del desnudo femenino.

Entre ellos tiene un lugar destacado Laura Mulvey (1975, 1989) quien  intentó fundamentar el poder y los privilegios normativos de la "mirada masculina" en los sistemas dominantes de representación. Para Mulvey la construcción visual del desnudo femenino se puede entender, más que como una representación del deseo (hetero)sexual, como una forma de objetivación que articula la hegemonía y la dominación masculina en la operación misma de la representación.

Para esta autora, la imagen, en especial la fílmica, abunda en escenas egocéntricas de fantasías falocéntricas en las que los artistas hombres pintan a una mujer desnuda construyendo una imagen-espejo de lo que el sujeto masculino quiere ver.

La lógica fetichista, según Mulvey, de la representación mimética, que hace presente para el sujeto lo que está ausente en lo real, se puede caracterizar como una fantasía masculina de dominación y como el control de los "objetos" representados y pintados en el campo visual: la fantasía de un ojo/yo omnipotente que ve pero nunca es visto.

Otro aporte interesante, desde los autores de “género”, es el de Richard Dyer (1982) en su análisis del pinup masculino[6] al sugerir que cuando los sujetos masculinos asumen la posición de ser mirados, el riesgo o la amenaza que sienten por la posición pasiva en que la escena los pone, "feminizada" para las definiciones tradicionales de la masculinidad, se ve contrarrestado por la habitual asunción por parte de ellos de un papel que dictamina -a través de ciertos códigos y convenciones sociales- acerca de cómo debe ser un hombre, tales como una postura corporal tensa, rígida.

Me ha resultado también muy sugerente, para comprender cómo se concibe la otredad,  el planteo de Homi Bhabha (1983) cuando afirma "un rasgo importante del discurso colonial es que depende del concepto de ‘fijeza’ en la construcción ideológica de la otredad". Así describe que los estereotipos de los hombres negros difundidos por los medios masivos (como criminales, atletas, artistas) reinscriben la lógica de la fantasía colonial, permitiendo que los sujetos masculinos negros sólo se vuelvan públicamente visibles a través de una rejilla de representaciones rígida y limitada, que reproduce por lo tanto ciertas ideas fijas, ficciones ideológicas y fijaciones psíquicas referentes a la "diferencia" personificada por la masculinidad negra.

Otra  contribución que me ha resultado muy ilustrativa, para penetrar en la cuestión de la otredad, es la de Stuart Hall (1981). Este ensayista ha destacado la ruptura del "ojo imperial", al sugerir que para cada imagen del sujeto negro como un salvaje, nativo o esclavo merodeador y amenazador hay una imagen reconfortante del negro como sirviente dócil o divertido payaso y farandulero. Al comentar esa bifurcación en las representaciones raciales, Hall la describe como "expresión de la nostalgia de una inocencia por siempre perdida para los civilizados, así como la amenaza de que la civilización se vea invadida o minada por la recurrencia del salvajismo, que siempre está al acecho justo debajo de la superficie; o por una sexualidad no educada que amenaza con ‘salirsenos’".

Desde el campo artístico una variante interesante sobre este tema es la que propone Mapplethorpe, un artista imprescindible para intentar entender la cuestión de la otredad, entendida la otredad como un otro denigrado. En la obra fotográfica de Mapplethorpe, tanto el sujeto como el objeto de la mirada son masculinos, proponiendo una tensión entre la función activa de mirar y la función pasiva de ser mirado.

En la obra de Mapplethorpe vemos como ante la igualdad (homo)sexual la diferencia sexual se  transforma en una diferencia dada por la fantasía de dominación. Así Mapplethorpe pasa  de la diferencia de género a la diferencia racial que tiene como elemento visible la fetichización de la piel negra. En esa línea, de modo muy inteligente fabrica una fantasía de autoridad "absoluta" sobre sus sujetos al apropiarse la función del estereotipo para estabilizar la objetivación erótica de la otredad racial. El énfasis fantasmático en la dominación es evidente en el efecto de aislamiento que propone al fotografiar un hombre negro solo. Al hacerlo arma una objetivación erótica de la otredad, a través de proponer una imagen con un solo sujeto promoviendo una fantasía voyeurista. Este efecto se capta con precisión en la emblemática obra de Mapplethorpe, el Hombre en traje de poliéster. Recordemos para quien no la tiene presente, que Mapplethorpe en Hombre en traje de poliéster fotografía un hombre negro, con un traje de calle de poliéster, cortando la imagen de este hombre a la altura de los hombros, no dejando ver su cara. Centra la fotografía de este hombre de piel negra en la bragueta del pantalón abierta mostrando un enorme pene. El enfoque central en el pene negro que surge de la bragueta abierta afirma ese mito racial tan fijo del imaginario masculino blanco: todo hombre negro tiene un pene grande. La escala de la foto pone en primer plano el tamaño del pene negro, que de esta manera significa una amenaza, no la amenaza de la diferencia racial en cuanto tal sino el temor de que ese  otro sea sexualmente más potente que su amo blanco.

Como otro aporte recordemos de nuestras lecturas sesentistas como Franz Fanon (1970) encontró en calidad de objeto fóbico, la gran verga negra, un "objeto malo", un punto fijo en las fantasías paranoídes del negrófobo. Este “objeto malo” lo hallaba tanto en las patologías de sus pacientes psiquiátricos blancos como en las representaciones y los artefactos culturales normalizados de su época. Entonces como ahora, frente a esa foto "uno ya no es consciente del negro, sino sólo de un pene; el negro queda eclipsado. Se ha convertido en un pene. Es un pene" (Franz Fanon, ibid, Pág. 120).

La punta del pene brilla, como el "brillo en la nariz" que era el fetiche sexual para el paciente de Freud; el brillo de este objeto emblemático de la fantasía sexual-racial de Mapplethorpe lo hace más visible. En este aspecto simplemente recupera lo que es común y corriente: dondequiera que aparecen cuerpos negros desnudos en las representaciones, están saturados de sudor, ya mojados de sexo.

Para darle carne a la definición de Otredad, reproduzco   un párrafo de la novela “El deseo” de Hugo Claus (1993), en donde este notable escritor belga la describe crudamente en lo que ocurre en el bar el Unicornio, el bar del pueblo donde transcurre su novela:

De todas formas, en el Unicornio nos llevábamos bien con todo el mundo. A veces tenemos nuestras trifulcas, y hay quienes, a oscuras, los moleríamos a palos si pudiéramos, pero aún así nos llevamos bien. Tiene que tratarse de un verdadero mierda para que no lo aceptemos a uno en nuestras mesas. Me refiero a los habituales, claro. Quien entra sin anunciarse, si no lo conocemos, puede contar con nuestro desprecio total e incondicional. Quien no juega, no existe para nosotros.

 
En el seno de un vínculo distingo  otredad – los no habituales visitantes del bar El Unicornio del “Deseo” de Claus -, seres con los que no se dialoga, o se los estigmatiza en el diálogo, de lo que llamo estar con otro. Digo que estoy y dialogo con otro, si a ese otro lo pienso como otro sujeto. A ese lo trato y lo pienso tan existente como yo y en esa existencia reconozco su absoluta diversidad conmigo.

 

¡Ama al prójimo como a ti mismo! ¿ama al prójimo como a ti mismo? ¿amamos a los otros? ¿amamos a los otros cuando son otros?

Sartre no es muy optimista en este tema. Después de Huis Clos  es parte de nuestros  lugares comunes la frase que Jean Paul Sartre le hace decir a Garcín: “el infierno son los demás, son los otros[7]. Para Jean Paul Sartre, la mirada del otro es el infierno. Impide ser aunque es la única que nos permite manifestarnos  de algún modo en el mundo. Sartre en esta obra hace una crítica a la sociedad que vive preocupada por los juicios externos. Una sociedad en la que los humanos tienen miedo de mostrarse y encuentran como salida un mundo de apariencias. De ese modo ocultan el ser que entonces  se expresa a través del parecer, pero vacío de sentido. El horror al vacío impone una máscara, es el infierno de ser lo que se pretende que al otro le importe que yo sea.

 

II

¿Cómo propone el psicoanálisis que  llegamos a concebir a un otro desde un Yo que en sus inicios se supone a sí mismo como autosuficiente?

 

¿Cómo fundamentamos nuestros juicios éticos?

Después que Kant enunció la noción de imperativo categórico en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785) para definir un mandamiento autónomo  y autosuficiente capaz de regir el comportamiento humano en todas sus manifestaciones este término se ha convertido en una noción imprescindible para fundamentar desde donde hacemos nuestros juicios éticos.

Kant 1(797) en Metafísica de la ética define que el imperativo categórico actúa de forma que la máxima de tu conducta pueda ser siempre un principio de Ley natural y universal

 

¿Cómo concibe el psicoanálisis el surgimiento del imperativo categórico?

El psicoanálisis ha planteado una complejísima  relación entre la sexualidad y los enunciados de fundamento de la cultura; ha construido hipótesis novedosas para dar cuenta del complicado trato que se da en este cruce en el que se instituyen, se establecen, los singulares ejes axiológicos en cada ser humano.

Freud en Tres Ensayos… (Freud, S. 1905) luego de dar a luz a un nuevo modo de concebir la sexualidad humana, introduce en Tótem y Tabú (Freud, S. 1912) y en forma más acabada en El Yo y el Ello (Freud, S. 1923a) la idea que afirma que, de la elaboración y la represión de la sexualidad -que da origen al inconsciente reprimido-, parten las columnas que sostienen los contrafuertes del edificio en que advienen los paradigmas éticos singulares de cada ser humano. El imperativo categórico que rige en cada individuo, según el psicoanálisis, tiene origen y encuentra sus basamentos en la elaboración y represión que cada uno hace de su sexualidad infantil.

Para  Freud el imperativo categórico no surge de un acuerdo racional como sugería el iluminismo y la ilustración[8] ni es un bien otorgado por Dios -no nos viene dado a través del sacramento bautismal mediante el cual se adquiriría la distinción entre el bien y el mal-, se instituye, en cambio, como producto de la elaboración y represión del Complejo de Edipo, literalmente es su heredero (Freud, S., 1923a).

Es un elemento central de nuestra comprensión que, para el psicoanálisis, el orden instituido por este imperativo   además de no ser un “don natural”, por fundamentarse en la represión de la sexualidad, no garantiza la “exacta concordancia entre la felicidad y la moralidad” que proponía Kant; la cultura y los valores que la sustentan serán siempre, desde nuestra mirada, fuente de malestar (Freud 1932). 

En esta elaboración tiene un papel central cómo surge y se procesa el narcisismo en los humanos.

 

¿Por qué  el narcisismo?

He renunciado antes de nacer, no es posible otra cosa, hacía falta sin embargo que eso naciera, fue él, yo estaba adentro, es así como lo veo, fue él quien gritó, quien vio la luz del día, yo no he gritado, no he visto la luz del día, es imposible que tenga una voz, es imposible que tenga pensamientos, y hablo y pienso, hago lo imposible, no es posible otra cosa, es él quien  ha vivido mal, a causa de mi, se va a matar, a causa de mi, voy a narrar eso, voy a narrar su muerte, el fin de su vida y su muerte, a medida que suceda, en presente, su muerte sola no sería suficiente, no me bastaría, si tiene estertores es él quien los tendrá, yo no tendré estertores, es él quien morirá, yo no moriré.

                                                                                             Samuel Beckett 

 

Samuel Beckett  describe en el texto del epígrafe, mejor que muchos escritos psicoanalíticos, nociones que están presupuestas en cómo concebimos el narcisismo y la rivalidad con el otro desde el psicoanálisis, o al menos en la tradición freudiana.

Vemos en este epígrafe, como Beckett nos señala –de modo similar a como lo había hecho con Estragón y Vladimir cuando esperan a un Godot que nunca llega- el drama   humano, drama  marcado por el anhelo de un último sentido que jamás se alcanza y la amenaza que implica otro que no nos permite concebirnos como una totalidad; nunca accedemos al sentimiento de unidad y plenitud, aunque siempre se lo busca; desde el psicoanálisis diríamos que, a su pesar, todo sujeto es un sujeto dividido que no se resigna a serlo. Este sentimiento de plenitud y unidad es el que suponemos que el Yo creyó tener al instituirse como tal, anhelo que persiste en aquello que desde Lagache llamamos Yo ideal (Idealich). Desde ese anhelado sentimiento de plenitud no hay otros.

 

¿Cómo surge en Freud la idea de narcisismo y la idea de que el Yo en su origen es autosuficiente?  

La historia de las ideas en nuestra disciplina muestra el esfuerzo que se ha hecho para explicar el tránsito desde una primera estructuración narcisista en la que el Yo se ha concebido a sí mismo como autosuficiente para pasar a un Yo insuficiente que entonces admite la existencia de “un objeto” diferente a él,  al que necesita.

La noción del narcisismo y la concepción que el Yo en su origen es autosuficiente surge porque Freud, al intentar comprender a Leonardo (Freud, S. 1910a) percibe que Leonardo elige como objeto amoroso a alguien similar a él y que en esa búsqueda se identifica con como la madre lo amó. Esto lo lleva a Freud a concluir que el Yo es un objeto amoroso. A esto se suma que cuando describe el repudio (Verwerfung) que hace Schreber (Freud, S. 1910b)  lo concibe como algo  distinto al desinvestimiento de la representación preconsciente que lleva adelante el neurótico (Verdrängung). Según Freud, Schreber al repudiar, ha desinvestido no sólo las representaciones preconcientes que tiene acerca de sí y del mundo que lo rodea sino que además ha desinvestido las representaciones inconscientes que tiene –dando por resultado los fenómenos de vivencia de fin del mundo- y entonces esta libido inviste el yo. El yo, como consecuencia del sobre-investimiento, se agiganta, esa inflación culmina en la megalomanía, el yo pierde sus límites, pierde lo que caracteriza al yo, la capacidad de limitar. El yo en su intento de restituirse construye un delirio megalomaníaco. Es un intento de restituir aquel mundo que en la psicosis se destituyó.

Freud piensa que si encuentra un investimiento del yo como el que él ve que se produce en la psicosis no se trata de una singularidad de Schreber sino que se trata de una regresión a un estado anterior. Freud, consecuente con este razonamiento, propone la existencia de un estadio evolutivo en el que el Yo ha sido un objeto investido amorosamente. Este investimiento corresponde a su emergencia como instancia. Esto lo lleva a postular la noción de “narcisismo”. Para Freud no hay un Yo inicial, el Yo se constituye.

No perdamos de vista que si bien la introducción de la noción del narcisismo solucionaba una serie de inconvenientes que planteaba la clínica aparecían nuevos problemas que no terminaban de ser solucionados en Introducción del Narcisismo, uno de ellos era la oposición entre libido narcisista y libido objetal.

Pulsiones y destino de pulsión (Freud, S. 1915b) es el otro texto imprescindible para comprender cómo Freud entiende el narcisismo en especial cómo piensa la secuencia sobre cómo se constituye, cómo se estructura este Yo libidinal y cómo evoluciona.

La secuencia que plantea para la constitución del Yo (en Pulsiones y destinos de la pulsión) es como sigue: un primer Yo, Yo de realidad primitivo. En rigor no es estrictamente el Yo, corresponde al Yo de funciones, es el Yo de funciones corporales que permite la discriminación entre el adentro y el afuera, aún cuando no se haya constituido una imagen de si mismo. Este Yo permite una discriminación entre el adentro y el afuera mediante un sistema reflejo: es afuera todo aquello de lo que me puedo alejar y es adentro aquello de lo que no me puedo alejar. Freud propone  que la discriminación que se había logrado con el Yo de realidad primitivo se pierde cuando se constituye el Yo como una totalidad: el Yo de placer purificado. En rigor este es el primer Yo en tanto instancia. Esta primera totalidad del Yo, incluye la suposición –por parte del yo- de que no existe otra cosa más que ese Yo.

Sin embargo la imposibilidad de sostener un Yo autosuficiente precipita la existencia de un mundo exterior a él, pero este afuera es concebido desde la teoría de la universalidad fálica.

 

¿Qué implica la teoría de la universalidad fálica?

La teoría de la universalidad fálica es una de las aportaciones más fascinantes que ha hecho el psicoanálisis, con ella emerge en el pensar humano un otro, pero un otro igual a mí.

Algunos de los supuestos contenidos en la teoría de la universalidad fálica son los siguientes:

·      Es una primera transformación de la teoría narcisista que dice “yo soy todo, no hay en el mundo nada que no sea yo” –un enunciado que, si pudiera ser dicho, lo podría decir el “yo de placer purificado”, o el yo en la vivencia de fin de mundo- en el siguiente enunciado  “si bien no soy todo, no hay nadie diferente de mí”.

·      Las creencias fundamentadas en esta teoría admiten otra versión que dice: “nadie tiene algo que yo no tengo”. La persistencia de esta convicción condiciona el pensamiento y la percepción. Tal es su fuerza que, desde ella, se acomodan las ideas y los perceptos suponiendo que algo falta en las niñas o puede eventualmente faltar en los varones.

·      Esta teoría presupone entonces, en tanto todos somos iguales, “todos tenemos pene”, una no diferenciación sexual anatómica entre varones y nenas.

·      La cosmovisión dada por la “teoría de la universalidad fálica”, persiste en el niño, a través de las teorías sexuales infantiles.

·      La epistemología fundamentada en teorías sexuales infantiles que asevera la analogía de todas las personas suele seguir vigente en nuestra forma de pensar.

·      Sustenta entonces un pensamiento sobre como está organizado el mundo basado en el supuesto que “todos los sujetos son iguales”.

Redundando la universalidad fálica es una primera salida de “yo soy todo”, una especie de sustituto: si bien no soy todo no hay nadie que tenga algo que yo no tengo.

El narcisismo entonces está en el corazón de las bases epistemológicas de la universalidad fálica, y ésta, la universalidad fálica, está en la base de las llamadas teorías sexuales infantiles. Estas son las teorías que intentan suturar las fallas de este tipo de cosmovisión. Estos supuestos, coagulados en creencias, hacen a las bases epistemológicas con las que empezamos a pensar.

 

¿Por qué cae la teoría de la universalidad fálica y qué consecuencias tiene su caída?

Freud (1923) al articular el complejo de  castración con el Complejo de Edipo nos muestra cómo y por qué cae la teoría de la universalidad fálica permitiendo entonces que surja la concepción de la diferencia fálico/castrado.

Concebir el Complejo de Edipo (Freud, S. 1923a) fue una conquista teórica que permitió dar  bases sólidas para explicar barreras, rechazos, reglas y leyes que rigen nuestro mundo interno y a la vez elucidar tanto las futuras elecciones amorosas de los humanos como su lugar dentro de la cultura, siendo esto sólo posible si hay interdicción del incesto. Esta cultura que hace operable el Complejo de Edipo, condición de posibilidad de la humanización de una persona,  tiene que tener en su seno reglas instituidas por la fratría, núcleo duro de la organización social (Freud 1912).

 

¿Cómo suponemos, desde el psicoanálisis que se arma el vínculo con el otro, el  lazo social?

El psicoanálisis a través de lo fraterno modeliza la relación con el otro en el espacio social.

El psicoanálisis comenzó a pensar, en sus inicios, el problema  de lo fraterno en Tótem y Tabú (Freud, S. 1912). En esta primera aproximación se subrayaba su relación con la conflictiva edípica.  Recordemos que en este texto se destacaba en la conformación de la fratría la secuencia entre el parricidio, la prohibición del incesto y el posterior lazo social. Siguiendo esta línea la constitución de los lazos fraternos, que  tenían para este punto de vista su origen en el mítico asesinato del padre, eran el  paso necesario para el pasaje de la naturaleza a la cultura, de la horda al orden social[9]. 

Freud acuña  el término Complejo Fraterno a propósito del 50º cumpleaños de Sándor Ferenczi (Freud, S 1923c). Habla explícitamente de él  describiendo que el húngaro era un “hijo intermedio entre una numerosa serie de hermanos, tuvo que luchar en su interior con un fuerte complejo fraterno; bajo la influencia del análisis, se convirtió en un intachable hermano mayor, un benévolo educador y promotor de jóvenes talentos”.

Sin embargo los comentaristas suelen coincidir que es Lacan en "La familia" (1938), quien estableció como “noción teórica” la expresión "Complejo Fraterno". Su concepción tenía como punto de partida postular, que el destino con anterioridad a todo conflicto, coloca a los humanos frente al impacto de la aparición de un semejante capaz de ocupar un mismo lugar en la serie que le ha sido dada al sujeto, ya sea como heredero y/o usurpador. El hermano, en tanto semejante, despierta un interés que no debiera confundirse con amor; por lo contrario, al figurarse como celos, suscita, al decir del autor, una agresión primordial – para ejemplificarlo utilizaba un mordaz comentario de San Agustín respecto de la mirada envenenada que suele tener un niño al observar a su madre amamantando a su hermanito -.

Brusset (1987), ha realizado una interesante y amplia investigación sobre el tema, enfatizando el carácter narcisista y la intensa ambivalencia de los vínculos fraternos. Desde su óptica, lo fraterno, en su máxima expresión, se manifiesta en la fidelidad a cualquier costo, la fidelidad hasta el fin a los objetos y a las leyes del "espacio familiar".

Esta fidelidad a cualquier costo le da a la fraternidad un valor  tanático  explicando entonces la necesidad de escapar hacia la formación de nuevos grupos sociales  en los que la rivalidad inevitablemente reaparecerá.

Me pareció muy interesante esta idea, y la resaltaría: el carácter endogámico del vínculo fraterno y como puede ser motor de la constitución de vínculos exogámicos.

 Postula Brusset (ibid), en otro apartado de su extenso trabajo, que las coaliciones entre los hermanos a veces están al servicio de la fantasía de "salvar a los padres" y en otras oportunidades de "salvarse de los padres".

 Baranger (1994) ha sugerido que el complejo del semejante (Freud 1895) tiene dos aspectos que no se superponen en su origen: uno es el que auxilia y previene del desamparo, el otro es la imagen especular que permite al sujeto percibirse como totalidad. Propone que este último, este doble especular, este gemelo, es el punto de partida de lo fraterno. En consecuencia, el hermano sería un semejante demasiado semejante y a la vez la primera aparición de lo extraño. Siguiendo esta línea Kancyper (1995) afirma que "el complejo fraterno se halla determinado en cada sujeto... por la presencia de una fantasmática que proviene del interjuego que se establece a partir de la dinámica narcisista entre los distintos tipos de doble en interacción con independencia de la dinámica edípica...", con lo que resaltaría la relativa autonomía del conflicto dado por el Complejo Fraterno.

Otro elemento definitorio de la clínica de lo fraterno es la difícil aceptación que suelen tener los individuos para pertenecer a una serie abierta, una serie a la que se puedan adicionar nuevos miembros (Moguillansky, R. y Seiguer, G. 1996). Cada miembro de la fratría frecuentemente aspira a cerrarla, intentando ser un único o último hijo (Lechartier-Atlan Chantal, 2001).

El lazo social, desde la perspectiva del psicoanálisis,  tiene entonces en su entretela el vínculo fraterno, que  tiene como trasfondo la proscripción del deseo incestuoso. Se deduce de lo anterior, que desde una mirada psicoanalítica, el lazo social se sostiene  sobre una igualdad deseante interdicta llevando el sello de la frustración libidinal del deseo incestuoso (Freud, S, 1912; Moguillansky, R y Vorchheimer, M. 1998).

El sentimiento de unión social lo comprendemos, desde lo que nuestra disciplina puede contribuir a su elucidación, como producto de la interdicción del incesto, un corte que lo constituye y lo mantiene, guardando entonces estrecha relación con los padres,  nutriéndose de la prohibición hacia ellos dirigida.

La ética que fundamenta  el lazo social –que tiene en su seno los fundamentos de la fratría- no es el resultado de un acuerdo generoso; en el mejor de los casos la pertenencia a la fratría surge a partir de la elaboración de los celos ante la pareja parental, un arreglo narcisista que intenta desmentir el conflicto entre pares. Para este punto de vista, el sentimiento de “lo común” no está exento de conflicto, aunque siempre aparece como un ideal alcanzar un absoluto exento de él (Moguillansky R. 2003). La "materialidad" pulsional de la fratría, fundamento del lazo social, la constituye la libido homosexual sublimada; por esa razón se dice que es un vínculo desexualizado, desapasionado en sí mismo, que guarda una estructura obsesivizada.

A la luz de lo anterior, el complejo fraterno supera con mucho la importancia  de un simple conjunto fantasmático. En esa línea, coincido con Kancyper cuando opina que (Kancyper, L. 1995) el Complejo Fraterno “tiene su propia envergadura estructural, relacionada fundamentalmente con la dinámica narcisista y paradójica del  doble en sus variadas formas: inmortal, ideal,  bisexual y especular. Estos tipos de doble, que cambian de signo y fluctúan  entre lo maravilloso y lo ominoso, pueden manifestarse en el campo de la clínica a través de las relaciones con los pares y resignificarse en los hijos y en la pareja. En el nivel social suelen "hacerse oír" de un modo tormentoso y tumultuoso en “la dinámica del narcisismo de las pequeñas diferencias”.

A la luz de lo anterior, el complejo fraterno supera con mucho la importanciaTambién acuerdo con Kancyper (ibid) en  la idea que en la forma completa del complejo de Edipo se articulan fantasías de: inmortalidad, perfección, bisexualidad y especularidad inherentes a la dinámica de la estructura narcisista, en tanto resulta de la combinación que se encuentra en diferentes grados de la forma llamada positiva, tal como se presenta en la historia  del Edipo Rey (deseo de la muerte del rival y deseo sexual hacia el personaje del sexo opuesto) y de su forma negativa (amor hacia el progenitor del mismo sexo y odio y celos hacia el progenitor del sexo opuesto).

A la luz de lo anterior, el complejo fraterno supera con mucho la importanciaEl doble inmortal, especular, bisexual e ideal entonces, en su doble efecto de idealización y de siniestro, configura fantasías fratricidas, fantasías de gemelaridad, complementariedad, confraternidad, excomulgación, etc.

 

¿Por qué la pertenencia a lo conjunto? ¿Qué implica pertenecer?

Dentro de las relaciones de confraternidad, agregaría a lo anterior un campo en el que adquiere importancia el complejo fraterno: el sentimiento de pertenencia a un conjunto dado. Debiéramos admitir que el sentimiento de pertenencia es un sentimiento con el que la teoría psicoanalítica está en deuda. 

Sugiero que el vínculo fraterno es un terreno propicio para elucidarlo, al menos parcialmente, ya que ocupa un lugar central para modelizar las relaciones sociales entre pares; solemos definirnos como hermanos en tanto ciudadanos de un mismo país, de una misma institución, de una misma familia, etc. Buena parte de nuestra inclusión en lo conjunto, “somos como hermanos” se explica y se sostiene bajo esta premisa.

El sentimiento de confraternidad está implícito en  las instituciones que construyen los individuos; éstos dicen tener dicho sentimiento respecto del  grupo o institución al que pertenecen.  Los individuos instituyen “un conjunto”, que es instituyente de las personas que lo instituyeron, por ello estas pertenencias son fuente de subjetividad.

A la luz de lo anterior, el complejo fraterno supera con mucho la importanciaDentro de lo conjunto instituido se suele ocultar por urgencias narcisistas el conflicto  entre las exigencias del individuo y las dadas por su pertenencia a lo conjunto. El sentimiento de pertenencia -vivido como ser parte de una misma fratria- se hace presente en el saber popular del siguiente modo: si pertenecemos a lo mismo, somos lo mismo, tenemos los mismos intereses, deseamos lo mismo, tenemos una idea similar sobre “el bien común”, lo que denuncia al menos una raíz narcisista de dicho sentimiento. Recordemos que el mandato bíblico es aún más exigente,  nos pide que amemos al prójimo más que a nosotros mismos y  el orden social en ocasiones suele aumentar la apuesta cuando prescribe la pretensión que no alberguemos sentimientos hostiles dentro de lo conjunto. Pero ese odio que debiera ser desterrado de lo fraterno reaparece una y otra vez. La unión es reclamada si no como sublime al menos como ventajosa. En otros momentos esa mansedumbre en las relaciones sociales sólo es concebible como la única salida posible e hija de la debilidad. Y hasta de la mano de Borges se llega a pensar que no es el amor sino el espanto el sustrato de la unión.

 

¿Por qué el sentido común?

Lo fraterno suele crear un "sentido común"[10], una racionalidad que resiste al cambio que aporta un valor identificante; lo conjunto instituye sentidos. La fratria, en tanto formadora de lo conjunto, da cuenta de las relaciones entre el sujeto y el grupo, entre lo instituido y lo instituyente.

Propongo que la idea de Pensamiento único (Moguillansky 2003; Moguillansky 2004) es una buena pista para ampliar nuestra comprensión sobre el fenómeno narcisista en su articulación con fenómenos sociales.  Está implícito en los fundamentos del Pensamiento único la supuesta sabiduría del “sentido común”.

El “sentido común”, más que un saber,  suele ser una serie de “lugares comunes” que instituyen un común modo de pensar, una cosmovisión (una Weltanshauung) que soluciona de manera unitaria todos los problemas de nuestra existencia a partir de una única hipótesis.

Está  presupuesto, desde el sentido común, que todos discurrimos  de modo semejante, que a  nuestro modo de pensar  subyace una lógica uniforme, lo que implica que todos razonamos igual

Convengamos que es necesario un esfuerzo para advertir  que en nuestra vida de relación sólo establecemos un consenso sobre un modo de denotar y connotar y que esto no quiere decir que sentimos igual, que pensamos igual, sin embargo, sentido común mediante, nos deslizamos de uno a otro modo de pensar, en tanto contiene, el sentido común, la tentadora ventaja de hacernos sentir más seguros en la vida, sabemos lo que debemos procurarnos, como debemos colocar nuestros afectos e intereses de la manera más acorde.

 

¿Qué relación hay entre el Pensamiento único y la teoría de la universalidad fálica?

No resulta sencillo, desde esta perspectiva, hacer temblar (en el sentido que le da a temblar Kierkegaard, en Temor y Temblor, 1843) la aspiración unificante, la aspiración a ser parte de Lo Uno.

La cosmovisión basada en “Lo Uno”, fundamento de la completud narcisista, persiste en el niño, a través de la “teoría de la universalidad fálica”, una de las teorías sexuales infantiles que dan sustento a la epistemología con la que piensa un chico  –que sostiene la igualdad de todos los humanos; en otras palabras no hay otro ser diferente a mí-, epistemología entonces desde la que construimos y miramos el mundo en nuestros primeros años de vida, y sabemos, la clínica psicoanalítica así nos lo enseña, que no sólo ésto fija las coordenadas con las que reflexionamos en esa etapa etárea, en nuestra adultez, con frecuencia, seguimos pensando desde esos ejes.

Lo que suele crear un mundo compartido entre sujetos es precisamente la fantasía de tener una fantasía en común[11]. Esta fantasía construida en común no por fantástica es menos eficaz en sus efectos, es precisamente lo conjunto.

También forma parte de esta cosmovisión, afín con el pensamiento único, la creencia sin discusión en los “enunciados de fundamento” de la sociedad a la que advenimos. Nos culturalizamos  mediante esta incorporación a-crítica de los valores, proscripciones y prescripciones vigentes en esa cultura que nos acoge[12]; es el precio que tenemos que pagar para tener un lugar dentro de ella.

 

¿Cómo se concibe y cómo se diferencia el logro de poder pensar la autonomía del objeto y la noción de ajenidad del otro?.

¿Qué concebimos con la autonomía del objeto?

La perspectiva kleiniana y poskleiniana ha propuesto que los objetos, como fruto de la elaboración de la posición depresiva, pueden ser considerados como autónomos, con posibilidades de ser perdidos, dañados, etc. Este logro, la autonomía del objeto, es un logro que el sujeto realiza básicamente en su mundo interno. Para esta perspectiva es posible mantener una relación intersubjetiva cuando se respeta la autonomía del otro, lo que incluye la capacidad de admitir que éste esté  presente o ausente, capacidad que implica la aceptación que ese objeto esté  con terceros.

Cuando la autonomía no se tolera porque la ausencia, adjudicada a la relación con un tercero, produce celos  intolerables o porque la presencia del objeto y sus cualidades generan rivalidad o envidia insoportable, se anula, para esta perspectiva, la relación intersubjetiva.

Aunque esta perspectiva es muy explicativa, a mi juicio, no da cuenta de la ajenidad del otro.

 

¿Cómo concebimos la ajenidad del otro?

Para pensar la ajenidad del otro, necesitamos una teoría que incluya a ese otro, una teoría sobre el vínculo. Ese otro, en el contexto de un vínculo, implica considerar el sentimiento que se tiene no sólo acerca de lo que sentimos ante su presencia o ausencia sino también lo que nos hace sentir lo incompartible del otro, lo inasimilable del otro dentro del sistema significante. Eso incompartible, inasimilable es el resultado del tope que el otro pone a la imagen que desde la relación de objeto anticipo de él. No tenemos acceso sensorial a lo incompartible del otro; usando un modelo perceptual, lo ajeno del otro, está en el lugar que podría ser observado desde la mancha ciega. Carecemos de posibilidades sensoriales de acceder a él, somos en ese sentido ciegos ante lo ajeno, no lo vemos. ¿Cómo podemos ver lo que no vemos? Heinz von Foerster (1984) dice que lo que no vemos sólo puede “verse a través de los ojos de los demás”.  Sobre ésto sólo nos puede informar  el otro para que él tenga existencia. Es el otro con su presencia que da condiciones de posibilidad de darle carta de ciudadanía a lo ajeno, ya sea como significable (lo pasible de alcanzar significación) o como un espacio, que aunque inaccesible por el conocimiento, se lo conciba como existente, se conciba su alteridad.

Para concebir esa alteridad hace falta una elaboración que implica al otro, una elaboración que tiene que contener y modular la violencia que se genera frente a lo inicialmente falto de significación, permitiendo una actitud perpleja que haga factible  soportar la realidad inalcanzable del otro y que eventualmente devenga pensable (R. Moguillansky, 1999). La semantización que se puede lograr de esta ajenidad siempre es parcial, lo que Kaës llama negatividad relativa. Queda por cierto siempre un resto de imposible significación, algo del otro nos es inaccesible, a lo que Kaës  da el nombre de negatividad radical. Veamos donde suceden estos fenómenos:  la autonomía del objeto da cuenta de fenómenos que tienen sede en la mente de un individuo, en cambio el sentimiento de alteridad sólo es posible concebirlo en la relación con un otro.

 

¿Qué implica aceptar reglas universales? ¿Puedo concebir como bueno lo que es bueno para otro y no es bueno para mí?

Es parte del folclore judío que ante alguna nueva norma algún judío haga la  siguiente pregunta “¿y eso es bueno o malo para los judíos?”. Es moneda corriente que esa pregunta encuentra  su razón de ser en sujetos que estaban prevenidos ante una sociedad que no les había concedido una igualdad con los otros miembros de la comunidad en la trágica historia de normas que tenía por fin marginarlos, discriminarlos. Sin embargo, sin abandonar la anterior perspectiva, admitamos que ante nuevas disposiciones,  independientemente de si somos judíos o no, nos resulta difícil considerar -basados en que “la mejor caridad empieza por casa” o “muerto yo se murió mi mejor amigo”- que esa norma o esa ley que se sanciona  -que dictamina qué es bueno y qué es malo con carácter universal- sea buena aunque coyunturalmente no nos convenga o nos perjudique.

 

¿Por qué el malestar en la cultura?

Es condición de una ética que incluya a otro diferente de mí admitir normas universales más allá que ellas no nos convengan o nos perjudiquen.

¿Cuánto toleramos normas universales?

No es un tema menor admitir restricciones, prohibiciones, que no atiendan de modo inmediato a nuestros deseos. Admitirlas  en nuestro pensamiento es condición de posibilidad para concebir la alteridad.

Freud nos enseñó de modo ejemplar en “El malestar en la cultura” el rechazo que solemos tener frente a las imposiciones que nos hace la cultura. Vaya como ejemplo trivial el malhumor que solemos experimentar si estamos apurados ante un semáforo o una barrera que nos impide el paso y lo difícil de admitir que es un tope  para cuidarnos.

 

¿Podemos dar hospitalidad a quién concebimos  como otro?

¿Podemos asumir una ética en la que tenga carta de ciudadanía la alteridad?

Freud no es muy optimista respecto de este punto. Nos habla  repetidamente de la hostilidad que despierta el nacimiento de un hermano (Freud, 1900; 1909).

Lacan (1948) siguiendo esta línea afirma que   la  completud imaginaria, propia de la identificación especular, sostiene una lógica de exclusión que dice en donde tú existes yo no existo, nunca ambos. La aparición del otro engendra la agresividad más radical. La agresividad, para Lacan, es la tendencia correlativa de un modo de identificación narcisista que determina la estructura formal del yo del hombre; la agresividad es entonces para Lacan no un fin de la pulsión sino una propiedad de la libido narcisista. De ese modo el correlato del enamoramiento es la agresividad, si el otro nos completa, se produce enamoramiento; si ocurre lo contrario, despierta agresividad.

Derrida, un autor esencial en este tema, plantea en su ensayo sobre “La hospitalidad” (Derrida, J. 1997) que la otredad -en mi definición el otro-, se resiste al intento de ser englobada o identificada bajo una totalidad, porque el otro se presenta bajo una relación de asimetría develando que toda búsqueda de la simetría es un intento de neutralización de esa alteridad inicial. La asimetría es  la condición misma de la extranjeridad, una asimetría imposible de ser ignorada. El otro es anterior a mí y me interpela desde siempre. Sin embargo ese otro, extranjero a mí, me instituye.

Lévinas en  Totalidad e infinito (1997) discute como la responsabilidad hacia el otro tiene sus raíces dentro de nuestra construcción subjetiva. Explica como el Yo se construye acorde a lo que el Yo ve y cree conocer del otro. Para Lévinas la subjetividad es primordialmente ética, la responsabilidad se origina en el trato con el otro. Mientras se da la interacción entre los dos sujetos, su encuentro da origen a un nosotros, ya que los dos se conciben como sujetos y también conciben un ente externo que regula su encuentro. De ese modo Lévinas interpreta la forma en la que cada encuentro con un otro conforma un colectivo y una idea de cada otro y el Yo. Para la filosofía de Lévinas el Yo es la suma de todos los encuentros que tenga.

La acogida de la alteridad y más aún como condición de todo Yo, es descrita por Lévinas (11993) como una instancia que rebasa toda posibilidad de tematización, abriendo al Yo a partir de la idea de infinito y rompiendo con su posibilidad de totalidad. Levinas al postular una alteridad no reductible a lo mismo se opone a la tesis de  Hegel de incluir al otro a partir de una negatividad apresable -sintetizable- dialectizable en una totalidad. En esa línea vemos la irreductibilidad del otro a una negatividad, el rebasamiento de la ontología que se presenta en la inaprensibilidad del otro, es lo que constituye la hospitalidad para Lévinas. La hospitalidad es, pues, la situación de puesta en contacto con un otro no tematizable, que exige una responsabilidad. La hospitalidad  -el al otro- al otro  es la afirmación de una alteridad que me precede y con la cual me encuentro desde siempre en una situación de deuda no saldable, aun cuando la niegue o quiera capturarla bajo un horizonte intersubjetivo.

En ese sentido terminaría proponiendo que dar hospitalidad al otro, implica que con su presencia podamos poner en pausa la agresividad que nos provoca en tanto otro, no intentemos englobarlo bajo una totalidad, renunciemos  a conocerlo en su totalidad. Ese otro es un otro que  rompe con nuestra propia  posibilidad de concebirnos como una totalidad, implica tolerar la inaprensibilidad que tenemos de ese otro que se nos presenta bajo una relación de asimetría y admitir que toda búsqueda de  simetría es un intento de neutralizar su alteridad.

Podemos estar con ese otro, encontrarnos con ese otro si admitimos que no lo conocemos y que él no nos conoce y que en ese desencuentro en tanto somos dos desconocidos tenemos confianza que queremos entendernos aunque no nos conocemos. Este encuentro en el desencuentro (Moguillansky R. y Seiguer, G, 1996; Moguillansky, R. y Nussbaum, S. 2013/2014) es un estado que hemos llamado estado vincular, un encuentro en que podemos tolerar las alteridades mutuas. Este estado no se estabiliza y debemos una y otra vez, confianza mediante, reencontrarlo.  

 

Epílogo

En este texto he intentado  recorrer la dificultad que implica concebir a un otro, otro que es fundamento de nuestra ética y de los avatares que desde una perspectiva freudiana tenemos que atravesar, elaborar, para lograrlo.

 

Resumen

Este texto propone una contribución acerca de los “fundamentos de la ética desde el psicoanálisis” exponiendo que este tema  implica, al menos desde una perspectiva psicoanalítica, pensar cómo concebimos el narcisismo, sus vicisitudes y los avatares por los que transitamos  para concebir a los otros.

Para ello primero explora, desde distintas perspectivas, la cuestión del otro y de la otredad, para luego exponer cómo, desde el punto de vista del autor, el psicoanálisis propone que se  llega a concebir a un otro desde un Yo que en sus inicios se supone a si mismo como autosuficiente.

 

Palabras clave: narcisismo, ética, otredad, otro

 

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[1] Moguillansky.com.ar

[2] De Umberto Eco y Carlo María Martini, 1996.

[3] La Paz de Westfalia se refiere a los dos tratados de paz de Osnabrück y Münster, firmados el 15 de mayo y 24 de octubre de 1648, en la región de Westfalia, por los cuales finalizó la Guerra de los Treinta Años en Alemania y la Guerra de los Ochenta Años entre España y los Países Bajos.

[4] Rene Kaës (1989), ha estudiado esto en profundidad a través del “Pacto denegativo”, en especial en “la negatividad por obligación”, en Lo negativo. Dentro de ella ocupa un lugar especialísimo lo expulsado por el grupo al instituirse, que pasa a constituir lo que él llama “espacios basureros”. Este es el lugar, el de lo expulsado, donde se aloja lo que he sugerido llamar la otredad.

[5] Para más detalles ver Rodolfo Moguillansky, 2003, Pensamiento único y diálogo cotidiano, Zorzal, Buenos Aires; Rodolfo Moguillansky, 2004, Nostalgia del absolito, extrañeza y perplejidad, Zorzal, Buenos Aires.

[6] Se denomina un pin-up a una fotografía u otro tipo de ilustración  en actitud sugerente, sensual

[7] De “A puerta cerrada” de Jean Paul Sartre (1944), originalmente publicada en francés bajo el título Huis Clos. Reproduzco a rengón seguido el párrafo de Huis Clos en que Garcín afirma “el infierno son …”

INÉS.—Siempre. (GARCIN abandona a ESTELLE y da algunos pasos por la habitación. Se acerca a la estatua.)

GARCIN.—La estatua... (La acaricia.) ¡En fin! Este es el momento. La estatua está ahí; yo la contemplo y ahora comprendo perfectamente que estoy en el infierno. Ya os digo que todo, todo estaba previsto. Habían previsto que en un momento..., este..., yo me colocaría junto a la chimenea y que pondría mi mano sobre la estatua, con todas esas miradas sobre mí... Todas esas miradas que me devoran... (Se vuelve bruscamente.) ¡Cómo! ¿Solo sois dos? Os creía muchas más. (Ríe.) Entonces esto es el infierno. Nunca lo hubiera creído... Ya os acordaréis: el azufre, la hoguera, las parrillas... Qué tontería todo eso... ¿Para qué las parrillas? El infierno son los demás, son los otros.

[8] La ilustración y el iluminismo, a través de los escritos de Montesquieu (1735) y Rousseau (1762), suponían que en el ágora se podría  lograr,  mediante el diálogo, un contrato social que aseguraría un orden, un universo de valores en donde primaría la razón. Jean Jacques Rousseau, hombre esencial del iluminismo, postulaba en “El contrato social” que se podía “encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con la fuerza común la persona y los bienes  de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose  a todos, no obedezca sino a sí mismo y permanezca tan libre como antes” (p.34). Esta forma  fundada en el “contrato social”, según Rousseau, no implicaba ninguna renuncia a lo que naturalmente era el hombre. Rousseau decía que sustituye “en su conducta la justicia al instinto y dando a sus acciones la moralidad de que antes carecían” (p. 38). He destacado en cursiva lo de natural, porque hace a una pieza esencial en este modo de pensar.

[9] El paso de la pluralidad de los individuos aislados al agrupamiento está posibilitado por el pacto de los hermanos asociados – la fratría - en el asesinato del Padre originario de la horda, el que culpa mediante, instala la doble interdicción del incesto y del animal totémico erigido en memoria del ancestro.

 [10]Cada organización vincular crea un discurso apoyado en los ideales originarios, los "enunciados de fundamento" (Piera Aulagnier, 1975, Violencia de la interpretación) que toma la forma de creencias indiscutibles que comparten los integrantes de esa organización.

[11] Para más detalles acerca de esta definición acerca de Lo conjunto:  que lo que crea un mundo compartido entre sujetos es precisamente compartir  la fantasía – la creencia en la existencia de esa fantasía -  de tener una fantasía en común,  ver Moguillansky, R. y Nussbaum, S. 2013/14, Teoria y Clínica Vincular, Lugar, Buenos Aires.