Narcisismo, el sentido común y la ajenidad: fundamentos de una ética desde el psicoanálisis
En este texto quiero hacer una contribución acerca de los “fundamentos de la ética desde el psicoanálisis” proponiendo que este tema implica, al menos desde una perspectiva psicoanalítica, cómo concebimos el narcisismo, sus vicisitudes y los avatares por los que transitamos para concebir a los otros en nuestro modo de pensar. Para ello primero consideraré la cuestión del otro y de la otredad para luego exponer cómo, a mi juicio, propone el psicoanálisis que llegamos a concebir a un otro desde un Yo que en sus inicios se supone a si mismo como autosuficiente.
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Querido Umberto Eco: “He aquí la pregunta que, como ya le anticipé en la
última carta, tenía intención de hacerle. Se refiere al fundamento último de la
ética para un laico, en el cuadro de la posmodernidad. Es decir, más en
concreto, ¿en que basa la certeza y la imperatividad
de su acción moral quien pretende no remitirse, para cimentar el carácter
absoluto de una ética, a principios metafísicos o en todo caso a valores
trascendentes y tampoco a imperativos categóricos universalmente validos?
Carlo María Martini (Obispo
de Milán)
Querido Carlo María Martini: … La dimensión ética comienza cuando entran
en juego los otros. Cualquier ley, por moral o jurídica que sea, regula siempre
relaciones interpersonales, incluyendo las que se establecen con quien las
impone.
… los demás están en nosotros. Pero no se trata de una vaga inclinación
sentimental, sino de una condición básica. Cómo hasta las más laicas entre las
ciencias humanas nos enseñan, son los demás en su mirada, lo que nos define y
nos conforma. Nosotros no somos capaces de comprender quién somos sin la mirada
y respuesta de los demás.
Umberto Eco[2]
Introducción
En este texto quiero hacer una contribución acerca de los “fundamentos
de la ética desde el psicoanálisis” proponiendo que este tema implica, al
menos desde una perspectiva psicoanalítica, cómo concebimos el narcisismo, sus
vicisitudes y los avatares por los que transitamos para concebir a los otros en nuestro modo de pensar.
Para ello primero consideraré la cuestión del otro y de la otredad para
luego exponer cómo, a mi juicio, propone el psicoanálisis que llegamos a concebir a un otro desde un Yo que en sus inicios se
supone a si mismo como autosuficiente.
I
La cuestión
del otro y de la otredad
Para explorar esta cuestión parto de lo que le responde Umberto Eco a
Carlo Martini en el párrafo que reproduzco en el epígrafe “… La dimensión ética comienza cuando entran en juego los otros.
Cualquier ley, por moral o jurídica que sea, regula siempre relaciones
interpersonales, incluyendo las que se establecen con quien las impone.… los
demás están en nosotros. Pero no se trata de una vaga inclinación sentimental,
sino de una condición básica. Como hasta las más laicas entre las ciencias
humanas nos enseñan, son los demás en su mirada, lo que nos define y nos
conforma. Nosotros no somos capaces de comprender quién somos sin la mirada y
respuesta de los demás.
¿Cuándo y cómo entran en juego los otros en nuestra concepción del
mundo?
Si bien suscribiría que no
somos capaces de comprender quiénes somos sin la mirada y respuesta de los
demás se impone la pregunta: ¿cuándo y cómo entran en juego los otros en cómo
pensamos, en cómo concebimos el mundo?
Sabemos que no es soplar y hacer botellas incorporar la categoría del otro en nuestro pensar.
Si bien en
el siglo XX y comienzos del XXI, a través de complejos movimientos emancipatorios, se
ha dado un mayor lugar en la sociedad a las mujeres, a los negros, a la
diversidad sexual y a otras
minorías, no por eso deja de haber en nuestras sociedad prejuicios y
exclusiones de los “diferentes”.
La historia de la humanidad -en particular, para referirme a algo más
cercano, la historia de Occidente- ha mostrado sobradamente que ha sido muy
difícil hacer lugar a las personas y a los modos de pensar que ellos tienen
cuando este modo de pensar entra en desacuerdo con el establishment dominante. Sin necesidad de remitirme a toda la
historia de la humanidad, puedo nombrar, a
modo de ejemplo, los horrores ocurridos con la Inquisición, o como luego que
Lorenzo de Medici estableciera en el Quattrocento en
Florencia un clima favorable a lo que se venía incubando en torno a lo que se
llamó Renacimiento hubo una violenta reacción ante este aire fresco y de la
mano de Savonarola se organizaron las hogueras
de vanidad o quema de vanidades
donde los florentinos eran invitados a arrojar sus objetos de lujo, sus
cosméticos, libros considerados licenciosos, como los de Giovanni Boccaccio,
incluso en este movimiento purificador,
Botticelli, niño mimado de los Medici, tiró a la hoguera telas pintadas por él
o como
consecuencia que Martín Lutero en 1517 clavara las 95 tesis en la puerta de la Iglesia del Palacio de
Wittenberg, con una invitación
abierta a debatirlas, aparecieron diferencias que no se saldaron a través de un
debate sino que emergieron crueles conflictos militares, como la guerra de los treinta
años. Recién en 1648 en la civilizada
Europa después de la Paz de Westfalia[3], se pudo poner fin a la violencia y a las guerras
religiosas que surgieron con la
aparición de la Reforma y la
religión dejó de ser esgrimida como casus belli al ponerse fin con esos tratados a la visión española y
del Sacro Imperio de una universitas christiana, una concepción que no hacía lugar a lo que
estaba fuera de esa visión, una forma del “pensamiento único”. Sin
embargo y como una prueba de lo difícil de hacer lugar a lo diferente, a pesar
de las disposiciones establecidas en la Paz de Westfalia para dar lugar a una
convivencia con las diferencias
religiosas, la intransigencia obligó en la práctica a exiliarse a los que no
adoptaban las creencias del gobernante.
Sabemos de las barbaries
que se han cometido y se siguen cometiendo
bajo el nombre de diferencias religiosas, para preservar la pureza de la raza,
para llevar adelante limpiezas étnicas, para civilizar. Todavía están
frescos en nosotros los horrores de la segunda guerra mundial y concedamos que
la última mitad del siglo XX y los comienzos del XXI tampoco nos han ahorrado
horrores.
Es parte de la historia
occidental como desde una Weltanschaunng etnocéntrica
se ha justificado la esclavitud, el colonialismo, este último incluso concebido
como una cruzada civilizadora.
Este tipo de concepciones ha condicionado
cómo concebir al otro y también a nuestros
saberes; ha tenido consecuencias en los “civilizados”, en esos
“otros a civilizar”, y en cómo en el “Ilustrado mundo civilizado” se produjo el
conocimiento. Como una nota de color sobre esto último recurro a Levi- Strauss (1974)
cuando dice en su Antropología
Estructural: Si la sociedad está en la antropología,
la antropología está
a su vez en la sociedad: porque la antropología
ha podido ampliar progresivamente su objeto de estudio, hasta incluir la
totalidad de las sociedades humanas; ha surgido, sin embargo, en un período tardío de la
historia de estas sociedades y en un pequeño
sector de la Tierra habitada. Es más, las
circunstancias de su aparición tienen un
sentido que sólo se comprende cuando se las
ubica en el cuadro de un desarrollo social y económico
particular: se adivina entonces que dichas circunstancias están
acompañadas de una toma de conciencia
—casi de un remordimiento— ante el hecho de que la humanidad ha
podido permanecer durante tanto tiempo alienada de si misma, y sobre todo de
que esta fracción, que ha producido la antropología, sea la misma que ha hecho de tantos
otros hombres un objeto de execración y de
desprecio. Se dice a menudo de nuestros relevamientos etnográficos
que son una secuela del colonialismo. Ambas cosas están
indudablemente ligadas, pero nada sería más falso que considerar a la antropología
como la última transformación
del espíritu colonialista: una ideología vergonzante que le ofrecería
una oportunidad de sobrevivir.
Lo que llamamos Renacimiento fue, tanto para el
colonialismo como para la antropología, un
verdadero nacimiento. Entre uno y otra, enfrentados a partir de su origen común, se ha proseguido un diálogo
equívoco durante cuatro siglos. De no haber
existido el colonialismo, el surgimiento de la antropología
hubiera sido menos tardío; pero tal vez la antropología no se habría
visto llevada a desempeñar el papel que es
ahora el suyo: cuestionar al hombre mismo en cada uno de sus ejemplos
particulares. Nuestra ciencia –la antropología- alcanzó la madurez el día en que el hombre
occidental comenzó a darse cuenta de que nunca llegaría a comprenderse a sí
mismo mientras sobre la superficie de la Tierra una sola raza o un solo pueblo
fuera tratado por él como un
objeto. Solamente entonces la antropología ha podido afirmarse como lo que
realmente es: un esfuerzo —que renueva y expía el Renacimiento— por
extender el humanismo a la medida de la humanidad (Claude Lévi-Strauss,
[1974] pagina 47).
Reproduje esta
cita, quizás excesivamente larga, para poner en evidencia como la incorporación
del mundo presuntamente no civilizado a la categoría de lo humano, como lo reclama Levi-Strauss para que
la antropología alcance su madurez, no ha sido y no es una tarea fácil.
Esta preocupación por cómo tratar las diferencias tiene una extensa
historia. En este tema es un clásico como Montesquieu (1771), en Las Cartas
persas, pregunta ¿Somos como pensamos que somos? O bien ¿somos como los otros
nos ven y definen?. Montesquieu en esta
obra a través de una sátira inteligente abre una reflexión sobre las dificultades en la condición
humana para concebir lo distinto. En nuestro campo Piera Aulagnier, retoma lo
escrito por Montesquieu en su
texto ¿Cómo puede
uno no ser persa? (Piera Aulagnier 1969) para explorar el difícil camino que tienen
los diferentes, los extranjeros
¿Qué es otredad y qué es un otro?
Antes de entrar en esta distinción tengo que decir
que concibo, junto con Kaës (1989)[4], que cada conjunto humano al instituirse, unifica a los que lo integran y a la par expulsa lo que no participa de ese
sentimiento de comunidad.
Tenemos diferentes versiones de la
otredad. He propuesto en distintos
textos llamar otredad a lo
expulsado por lo conjunto. Con otredad me refiero a lo
rechazado, a lo denostado por lo conjunto, ¡lo que no debe ser o incluso lo que no es!, ese otro, en rigor debiéramos decir esa otredad que no es
parte de lo instituido por lo conjunto (Moguillansky, R.
2003; 2004; Moguillansky, R. y Szpilka,
J. 2009; Moguillansky, R. y Nussbaum,
S. 2013/2014).
Para seguir avanzando en el tema tengo que decir que para mí
es importante la distinción entre otredad
y estar con otro.
Una consecuencia de este deslinde es que, a los
sujetos que son parte de esa otredad, los incluidos en lo conjunto los tratan no como otros
sujetos sino como seres que están por fuera del mundo.
Vale la pena aclarar que, qué es el mundo, es
algo definido por lo instituido, por lo conjunto. Para
ese mundo, a los que son parte de esa otredad, en oportunidades,
no se les da, desde lo instituido por lo
conjunto, derechos de que, en
su diferencia tengan igual existencia que el resto, hasta pueden ser
despreciados en tanto inmundos. Incluso en ocasiones se aspira a que
sean estimados, desde lo conjunto,
como inexistentes, y cuando no se
logra desestimar su existencia y
la otredad penetra dentro de lo que es juzgado como mundano
por ese mundo, provoca sentimientos de extrañeza en los sujetos que
sí son considerados mundanos[5].
Querría que no se pierda de vista, que lo considerado
por lo instituido como otredad es
un elemento imprescindible en la demarcación que se hace desde lo conjunto acerca de lo que le pertenece y de lo que no
le pertenece.
Para dar fundamento a estas definiciones
operacionales que estoy haciendo sobre otredad y estar con otro,
me apoyo en algunos textos
escritos por autores que se han
ocupado de esta cuestión desde la literatura de “género”. Es un mérito de esta literatura
insistir sobre este lugar de otredad que ha tenido la mujer en una
sociedad dominada por valores falocéntricos. Desde
este lugar de otredad que a
juicio de estos autores –los que se ocupan del “género”- se le ha dado a
la mujer, avanzaré en otras significaciones que toma la otredad.
Estos
autores plantean que las
relaciones patriarcales de poder se simbolizan por medio de la relación binaria
fálico/castrado en la que,
generalmente, los hombres asumen el papel activo del sujeto que mira, mientras
que las mujeres que son miradas son objetos pasivos; así se explica, para este punto de vista, la tradición
dominante dentro de la estética del desnudo femenino.
Entre ellos tiene un lugar destacado Laura Mulvey (1975, 1989) quien intentó fundamentar el poder y los privilegios normativos de
la "mirada masculina" en los sistemas dominantes de representación.
Para Mulvey la construcción visual del desnudo
femenino se puede entender, más que como una representación del deseo (hetero)sexual, como una forma de objetivación que articula
la hegemonía y la dominación masculina en la operación misma de la
representación.
Para esta autora, la imagen, en especial la fílmica,
abunda en escenas egocéntricas de fantasías falocéntricas
en las que los artistas hombres pintan a una mujer desnuda construyendo una
imagen-espejo de lo que el sujeto masculino quiere ver.
La lógica fetichista, según Mulvey,
de la representación mimética, que hace presente para el sujeto lo que está
ausente en lo real, se puede caracterizar como una fantasía masculina de
dominación y como el control de los "objetos" representados y
pintados en el campo visual: la fantasía de un ojo/yo omnipotente que ve pero
nunca es visto.
Otro aporte
interesante, desde los autores de “género”, es el de Richard Dyer (1982) en su
análisis del pinup masculino[6] al sugerir que cuando los sujetos masculinos asumen
la posición de ser mirados, el riesgo o la amenaza que sienten por la posición
pasiva en que la escena los pone, "feminizada" para las definiciones
tradicionales de la masculinidad, se ve contrarrestado por la habitual asunción
por parte de ellos de un papel que dictamina -a través de ciertos códigos y
convenciones sociales- acerca de cómo debe ser un hombre, tales como una
postura corporal tensa, rígida.
Me ha resultado también
muy sugerente, para comprender cómo se concibe la otredad, el
planteo de Homi Bhabha
(1983) cuando afirma "un rasgo
importante del discurso colonial es que depende del concepto de ‘fijeza’ en la
construcción ideológica de la otredad". Así describe que los
estereotipos de los hombres negros difundidos por los medios masivos (como
criminales, atletas, artistas) reinscriben la lógica de la fantasía colonial,
permitiendo que los sujetos masculinos negros sólo se vuelvan públicamente
visibles a través de una rejilla de representaciones rígida y limitada, que
reproduce por lo tanto ciertas ideas fijas, ficciones ideológicas y fijaciones
psíquicas referentes a la "diferencia" personificada por la
masculinidad negra.
Otra contribución que me ha resultado muy ilustrativa, para
penetrar en la cuestión de la otredad,
es la de Stuart Hall (1981). Este ensayista ha destacado la ruptura del
"ojo imperial", al sugerir que para cada imagen del sujeto negro como
un salvaje, nativo o esclavo merodeador y amenazador hay una imagen
reconfortante del negro como sirviente dócil o divertido payaso y farandulero.
Al comentar esa bifurcación en las representaciones raciales, Hall la describe
como "expresión de la nostalgia de una inocencia por siempre perdida para
los civilizados, así como la amenaza de que la civilización se vea invadida o
minada por la recurrencia del salvajismo, que siempre está al acecho justo
debajo de la superficie; o por una sexualidad no educada que amenaza con ‘salirsenos’".
Desde el campo artístico una variante
interesante sobre este tema es la que propone Mapplethorpe,
un artista imprescindible para intentar entender la cuestión de la otredad, entendida la otredad como un otro denigrado. En la
obra fotográfica de Mapplethorpe, tanto el sujeto
como el objeto de la mirada son masculinos, proponiendo una tensión entre la
función activa de mirar y la función pasiva de ser mirado.
En la obra de Mapplethorpe
vemos como ante la igualdad (homo)sexual la diferencia sexual se transforma en una diferencia dada por
la fantasía de dominación. Así Mapplethorpe pasa de la diferencia de género a la
diferencia racial que tiene como elemento visible la fetichización
de la piel negra. En esa línea, de modo muy inteligente fabrica una fantasía de
autoridad "absoluta" sobre sus sujetos al apropiarse la función del
estereotipo para estabilizar la objetivación erótica de la otredad racial. El énfasis fantasmático
en la dominación es evidente en el efecto de aislamiento que propone al
fotografiar un hombre negro solo. Al hacerlo arma una objetivación erótica de la otredad, a través de proponer una
imagen con un solo sujeto promoviendo una fantasía voyeurista. Este
efecto se capta con precisión en la emblemática obra de Mapplethorpe,
el Hombre en traje de poliéster. Recordemos para quien no la tiene
presente, que Mapplethorpe en Hombre en traje de
poliéster fotografía un hombre negro, con un traje de calle de poliéster,
cortando la imagen de este hombre a la altura de los hombros, no dejando ver su
cara. Centra la fotografía de este hombre de piel negra en la bragueta del
pantalón abierta mostrando un enorme pene. El enfoque central en el pene negro
que surge de la bragueta abierta afirma ese mito racial tan fijo del imaginario
masculino blanco: todo hombre negro tiene un pene grande. La escala de la foto
pone en primer plano el tamaño del pene negro, que de esta manera significa una
amenaza, no la amenaza de la diferencia racial en cuanto tal sino el temor de
que ese otro sea sexualmente más potente que su amo blanco.
Como otro aporte recordemos de nuestras
lecturas sesentistas como Franz Fanon (1970) encontró
en calidad de objeto fóbico, la gran verga negra, un "objeto malo",
un punto fijo en las fantasías paranoídes del negrófobo. Este “objeto malo” lo hallaba tanto en las
patologías de sus pacientes psiquiátricos blancos como en las representaciones
y los artefactos culturales normalizados de su época. Entonces como ahora,
frente a esa foto "uno ya no es consciente del negro, sino sólo de un
pene; el negro queda eclipsado. Se ha convertido en un pene. Es un pene"
(Franz Fanon, ibid, Pág. 120).
La punta del pene brilla, como el
"brillo en la nariz" que era el fetiche sexual para el paciente de
Freud; el brillo de este objeto emblemático de la fantasía sexual-racial de Mapplethorpe lo hace más visible. En este aspecto
simplemente recupera lo que es común y corriente: dondequiera que aparecen
cuerpos negros desnudos en las representaciones, están saturados de sudor, ya
mojados de sexo.
Para darle carne a la definición de Otredad,
reproduzco un párrafo de la novela “El deseo” de
Hugo Claus (1993), en donde este notable escritor
belga la describe crudamente en lo que ocurre en el bar el Unicornio, el bar
del pueblo donde transcurre su novela:
De todas formas, en el Unicornio nos
llevábamos bien con todo el mundo. A veces tenemos nuestras trifulcas, y hay
quienes, a oscuras, los moleríamos a palos si pudiéramos, pero aún así nos
llevamos bien. Tiene que tratarse de un verdadero mierda para que no lo
aceptemos a uno en nuestras mesas. Me refiero a los habituales, claro. Quien
entra sin anunciarse, si no lo conocemos, puede contar con nuestro desprecio
total e incondicional. Quien no juega, no existe para nosotros.
En el seno de
un vínculo distingo otredad
– los no habituales visitantes del bar El Unicornio del “Deseo” de Claus -, seres con los que no se dialoga, o se los
estigmatiza en el diálogo, de lo que llamo estar con otro. Digo que estoy
y dialogo con otro, si a ese otro lo pienso como otro sujeto. A ese lo trato
y lo pienso tan existente como yo y en esa existencia reconozco su absoluta
diversidad conmigo.
¡Ama al
prójimo como a ti mismo! ¿ama al prójimo como a ti mismo? ¿amamos a los otros?
¿amamos a los otros cuando son otros?
Sartre no es muy optimista en este tema.
Después de Huis Clos es parte de nuestros lugares comunes la frase que Jean Paul Sartre le hace decir a Garcín:
“el infierno son los demás, son los otros”[7]. Para Jean Paul Sartre, la mirada del otro es
el infierno. Impide ser aunque es la única que nos permite manifestarnos de algún modo en el mundo. Sartre en
esta obra hace una crítica a la sociedad que vive preocupada por los juicios
externos. Una sociedad en la que los humanos tienen miedo de mostrarse y
encuentran como salida un mundo de apariencias. De ese modo ocultan el ser que
entonces se expresa a través del
parecer, pero vacío de sentido. El horror al vacío impone una máscara, es el
infierno de ser lo que se pretende que al otro le importe que yo sea.
II
¿Cómo propone
el psicoanálisis que llegamos a
concebir a un otro desde un Yo que en
sus inicios se supone a sí mismo como autosuficiente?
¿Cómo
fundamentamos nuestros juicios éticos?
Después que Kant enunció la noción de imperativo categórico en su Fundamentación de la metafísica de las
costumbres (1785) para definir un
mandamiento autónomo y
autosuficiente capaz de regir el comportamiento humano en todas sus
manifestaciones este término se ha convertido en una noción imprescindible para
fundamentar desde donde hacemos nuestros juicios éticos.
Kant
1(797) en Metafísica de la ética
define que el imperativo categórico actúa de
forma que la máxima de tu conducta pueda ser siempre un principio de Ley
natural y universal
¿Cómo concibe el psicoanálisis el surgimiento del imperativo categórico?
El psicoanálisis ha
planteado una complejísima
relación entre la sexualidad y los enunciados de fundamento de la
cultura; ha construido hipótesis novedosas para dar cuenta del complicado trato
que se da en este cruce en el que se instituyen, se establecen, los singulares
ejes axiológicos en cada ser humano.
Freud en Tres Ensayos…
(Freud, S. 1905) luego de dar a luz a un nuevo modo de concebir la sexualidad
humana, introduce en Tótem y Tabú (Freud, S. 1912) y en forma más acabada en El
Yo y el Ello (Freud, S. 1923a) la idea que afirma que, de la elaboración y la
represión de la sexualidad -que da origen al inconsciente reprimido-, parten
las columnas que sostienen los contrafuertes del edificio en que advienen los
paradigmas éticos singulares de cada ser humano. El imperativo categórico que rige en cada individuo, según el
psicoanálisis, tiene origen y encuentra sus basamentos en la elaboración y
represión que cada uno hace de su sexualidad infantil.
Para Freud el imperativo categórico no surge
de un acuerdo racional como sugería el iluminismo y la ilustración[8] ni es un bien otorgado
por Dios -no
nos viene dado a través del sacramento bautismal mediante el cual se adquiriría
la distinción entre el bien y el mal-, se instituye, en cambio, como producto
de la elaboración y represión del Complejo de Edipo, literalmente es su
heredero (Freud, S., 1923a).
Es un elemento central de
nuestra comprensión que, para el psicoanálisis, el orden instituido por este
imperativo además de no ser
un “don natural”, por fundamentarse en la represión de la sexualidad, no
garantiza la “exacta concordancia entre la felicidad y la moralidad” que
proponía Kant; la cultura y los valores que la sustentan serán siempre, desde
nuestra mirada, fuente de malestar (Freud 1932).
En esta elaboración tiene
un papel central cómo surge y se procesa el narcisismo en los humanos.
¿Por qué
el narcisismo?
He
renunciado antes de nacer, no es posible otra cosa, hacía falta sin embargo que
eso naciera, fue él, yo estaba adentro, es así como lo veo, fue él quien gritó,
quien vio la luz del día, yo no he gritado, no he visto la luz del día, es
imposible que tenga una voz, es imposible que tenga pensamientos, y hablo y
pienso, hago lo imposible, no es posible otra cosa, es él quien ha vivido mal, a causa de mi, se va a
matar, a causa de mi, voy a narrar eso, voy a narrar su muerte, el fin de su
vida y su muerte, a medida que suceda, en presente, su muerte sola no sería
suficiente, no me bastaría, si tiene estertores es él quien los tendrá, yo no
tendré estertores, es él quien morirá, yo no moriré.
Samuel Beckett
Samuel
Beckett describe en el texto del
epígrafe, mejor que muchos escritos psicoanalíticos, nociones que están
presupuestas en cómo concebimos el narcisismo y la rivalidad con el otro desde el psicoanálisis, o al menos
en la tradición freudiana.
Vemos en
este epígrafe, como Beckett nos
señala –de modo similar a como
lo había hecho con Estragón y Vladimir cuando esperan a un Godot que nunca
llega- el drama humano,
drama marcado por el anhelo de un
último sentido que jamás se alcanza y la amenaza que implica otro que no nos
permite concebirnos como una totalidad; nunca accedemos al sentimiento de
unidad y plenitud, aunque siempre se lo busca; desde el psicoanálisis diríamos que,
a su pesar, todo sujeto es un sujeto dividido que no se resigna a serlo. Este sentimiento de plenitud
y unidad es el que suponemos que el Yo creyó tener al instituirse como tal,
anhelo que persiste en aquello que desde Lagache llamamos Yo ideal (Idealich). Desde ese anhelado
sentimiento de plenitud no hay otros.
¿Cómo surge en
Freud la idea de narcisismo y la idea de que el Yo en su origen es
autosuficiente?
La historia de las ideas en nuestra disciplina muestra el esfuerzo que se
ha hecho para explicar el tránsito desde una primera estructuración narcisista
en la que el Yo se ha concebido a sí mismo como autosuficiente para pasar a un
Yo insuficiente que entonces admite la existencia de “un objeto” diferente a él, al que necesita.
La noción del narcisismo y la concepción que el Yo en su origen es
autosuficiente surge porque Freud, al intentar comprender a Leonardo (Freud, S.
1910a) percibe que Leonardo elige como objeto amoroso a alguien similar a él y
que en esa búsqueda se identifica con como la madre lo amó. Esto lo lleva a Freud
a concluir que el Yo es un objeto amoroso. A esto se suma que cuando describe
el repudio (Verwerfung) que hace Schreber
(Freud, S. 1910b) lo concibe como
algo distinto al desinvestimiento de la representación
preconsciente que lleva adelante el neurótico (Verdrängung). Según Freud, Schreber
al repudiar, ha desinvestido no sólo
las representaciones preconcientes que tiene acerca
de sí y del mundo que lo rodea sino que además
ha desinvestido las representaciones inconscientes
que tiene –dando por resultado los fenómenos
de vivencia de fin del mundo- y entonces esta libido inviste el yo. El yo, como
consecuencia del sobre-investimiento, se agiganta,
esa inflación culmina en la megalomanía,
el yo pierde sus límites, pierde lo que
caracteriza al yo, la capacidad de limitar. El yo en su intento de restituirse
construye un delirio megalomaníaco. Es un
intento de restituir aquel mundo que en la psicosis se destituyó.
Freud piensa que si encuentra un investimiento
del yo como el que él ve que se produce en la psicosis no se trata de una
singularidad de Schreber sino que se trata de una regresión a un estado anterior. Freud,
consecuente con este razonamiento, propone la existencia de un estadio
evolutivo en el que el Yo ha sido un objeto investido amorosamente. Este investimiento corresponde a su emergencia como instancia.
Esto lo lleva a postular la noción de
“narcisismo”. Para Freud no hay un Yo
inicial, el Yo se constituye.
No perdamos de vista que si bien la introducción
de la noción del narcisismo solucionaba una
serie de inconvenientes que planteaba la clínica
aparecían nuevos problemas que no terminaban de ser solucionados en Introducción del Narcisismo, uno de ellos era la oposición entre libido narcisista y libido objetal.
Pulsiones y destino de pulsión (Freud,
S. 1915b) es el otro texto imprescindible para comprender cómo Freud entiende
el narcisismo en especial cómo piensa la secuencia sobre cómo se constituye, cómo
se estructura este Yo libidinal y cómo evoluciona.
La secuencia que plantea para la constitución
del Yo (en Pulsiones y destinos de la pulsión)
es como sigue: un primer Yo, Yo de
realidad primitivo. En rigor no es estrictamente el Yo, corresponde al Yo
de funciones, es el Yo de funciones corporales que permite la discriminación entre el adentro y el afuera, aún cuando no se haya constituido una imagen de si
mismo. Este Yo permite una discriminación entre
el adentro y el afuera mediante un sistema reflejo: es afuera todo aquello de
lo que me puedo alejar y es adentro aquello de lo que no me puedo alejar. Freud
propone que la discriminación
que se había logrado con el Yo de realidad primitivo se pierde
cuando se constituye el Yo como una totalidad: el Yo de placer purificado. En rigor este es el primer Yo en tanto
instancia. Esta primera totalidad del Yo, incluye la suposición
–por parte del yo- de que no existe otra cosa más que ese Yo.
Sin embargo la imposibilidad de sostener un Yo autosuficiente precipita
la existencia de un mundo exterior a él, pero este afuera es concebido desde la
teoría de la universalidad fálica.
¿Qué implica la
teoría de la universalidad fálica?
La teoría de la universalidad fálica es una de las aportaciones más
fascinantes que ha hecho el psicoanálisis, con
ella emerge en el pensar humano un otro, pero
un otro igual a mí.
Algunos de los supuestos contenidos en la teoría
de la universalidad fálica son los siguientes:
·
Es una primera
transformación de la teoría
narcisista que dice “yo soy todo, no hay en el mundo nada que no sea yo”
–un enunciado que, si pudiera ser dicho, lo podría decir el “yo de placer
purificado”, o el yo en la vivencia de
fin de mundo- en el siguiente enunciado “si bien no soy todo, no hay nadie diferente de mí”.
·
Las creencias
fundamentadas en esta teoría admiten otra versión
que dice: “nadie tiene algo que yo no tengo”. La persistencia de esta convicción condiciona el pensamiento y la percepción. Tal es su fuerza que, desde ella, se
acomodan las ideas y los perceptos suponiendo que
algo falta en las niñas o puede eventualmente
faltar en los varones.
·
Esta teoría presupone entonces, en tanto todos somos
iguales, “todos tenemos pene”, una no diferenciación
sexual anatómica entre varones y nenas.
·
La cosmovisión dada por la “teoría
de la universalidad fálica”, persiste en el niño, a través de las
teorías sexuales infantiles.
·
La epistemología fundamentada en teorías
sexuales infantiles que asevera la analogía de
todas las personas suele seguir vigente en nuestra forma de pensar.
·
Sustenta entonces
un pensamiento sobre como está organizado el
mundo basado en el supuesto que “todos los sujetos son iguales”.
Redundando la universalidad fálica es
una primera salida de “yo soy todo”, una especie de sustituto: si bien no soy todo no hay nadie que tenga
algo que yo no tengo.
El narcisismo entonces está en el corazón de las bases epistemológicas
de la universalidad fálica, y ésta, la
universalidad fálica, está
en la base de las llamadas teorías sexuales
infantiles. Estas son las teorías que intentan
suturar las fallas de este tipo de cosmovisión.
Estos supuestos, coagulados en creencias, hacen a las bases epistemológicas
con las que empezamos a pensar.
¿Por qué cae
la teoría de la universalidad fálica y qué consecuencias tiene su caída?
Freud (1923) al articular el complejo de castración con el Complejo de Edipo nos muestra cómo y por
qué cae la teoría de la universalidad fálica permitiendo entonces que surja la
concepción de la diferencia fálico/castrado.
Concebir el Complejo de Edipo (Freud, S. 1923a) fue una conquista
teórica que permitió dar bases
sólidas para explicar barreras, rechazos, reglas y leyes que rigen nuestro
mundo interno y a la vez elucidar tanto las futuras elecciones amorosas de los
humanos como su lugar dentro de la cultura, siendo esto sólo posible si hay
interdicción del incesto. Esta cultura que hace operable el Complejo de Edipo,
condición de posibilidad de la humanización de una persona, tiene que tener en su seno reglas
instituidas por la fratría, núcleo duro de la organización social (Freud 1912).
¿Cómo
suponemos, desde el psicoanálisis que se arma el vínculo con el otro, el lazo social?
El psicoanálisis a través de lo fraterno modeliza
la relación con el otro en el espacio
social.
El psicoanálisis comenzó a
pensar, en sus inicios, el problema
de lo fraterno en Tótem y Tabú (Freud, S. 1912). En esta primera
aproximación se subrayaba su relación con la conflictiva edípica. Recordemos que en este texto se
destacaba en la conformación de la fratría
la secuencia entre el parricidio, la prohibición del incesto y el posterior
lazo social. Siguiendo esta línea la constitución de los lazos fraternos,
que tenían para este punto de
vista su origen en el mítico asesinato del padre, eran el paso necesario para el pasaje de la
naturaleza a la cultura, de la horda al orden social[9].
Freud
acuña el término Complejo Fraterno a propósito del 50º
cumpleaños de Sándor Ferenczi (Freud, S 1923c). Habla explícitamente de él describiendo que el húngaro era un
“hijo intermedio entre una numerosa serie de hermanos, tuvo que luchar en su
interior con un fuerte complejo fraterno;
bajo la influencia del análisis, se convirtió en un intachable hermano mayor,
un benévolo educador y promotor de jóvenes talentos”.
Sin
embargo los comentaristas suelen coincidir que es Lacan en "La
familia" (1938), quien estableció como “noción teórica” la expresión
"Complejo Fraterno". Su concepción tenía como punto de partida
postular, que el destino con anterioridad
a todo conflicto, coloca a los humanos frente al impacto de la aparición de un
semejante capaz de ocupar un mismo lugar en la serie que le ha sido dada al
sujeto, ya sea como heredero y/o usurpador. El hermano, en tanto semejante, despierta un interés que no debiera
confundirse con amor; por lo contrario, al figurarse como celos, suscita, al
decir del autor, una agresión primordial – para ejemplificarlo
utilizaba un mordaz comentario de San Agustín respecto de la mirada envenenada
que suele tener un niño al observar a su madre amamantando a su hermanito -.
Brusset (1987), ha realizado una interesante y amplia
investigación sobre el tema, enfatizando
el carácter narcisista y la intensa ambivalencia de los vínculos fraternos.
Desde su óptica, lo fraterno, en su máxima expresión, se manifiesta en la
fidelidad a cualquier costo, la fidelidad hasta el fin a los objetos y a las
leyes del "espacio familiar".
Esta fidelidad a cualquier
costo le da a la fraternidad un valor
tanático explicando entonces la necesidad de escapar hacia la
formación de nuevos grupos sociales
en los que la rivalidad inevitablemente reaparecerá.
Me pareció muy interesante
esta idea, y la resaltaría: el carácter endogámico del vínculo fraterno y como
puede ser motor de la constitución de vínculos exogámicos.
Postula Brusset (ibid), en otro apartado de su extenso trabajo, que las
coaliciones entre los hermanos a veces están al servicio de la fantasía de
"salvar a los padres" y en otras oportunidades de "salvarse de
los padres".
Baranger (1994) ha sugerido que el complejo del
semejante (Freud 1895) tiene dos aspectos que no se superponen en su origen: uno
es el que auxilia y previene del desamparo, el otro es la imagen especular que permite al sujeto percibirse como
totalidad. Propone que este último, este doble especular, este gemelo, es el
punto de partida de lo fraterno. En consecuencia, el hermano sería un semejante
demasiado semejante y a la vez la primera aparición de lo extraño.
Siguiendo esta línea Kancyper (1995) afirma que "el complejo fraterno se
halla determinado en cada sujeto... por la presencia de una fantasmática que
proviene del interjuego que se establece a partir de la dinámica narcisista
entre los distintos tipos de doble en interacción con independencia de la
dinámica edípica...", con lo que resaltaría la relativa autonomía del
conflicto dado por el Complejo Fraterno.
Otro elemento definitorio de
la clínica de lo fraterno es la difícil aceptación que suelen tener los
individuos para pertenecer a una serie abierta, una serie a la que se puedan
adicionar nuevos miembros (Moguillansky, R. y Seiguer, G. 1996). Cada miembro de la fratría frecuentemente aspira a cerrarla, intentando ser un
único o último hijo (Lechartier-Atlan
Chantal, 2001).
El lazo social, desde la
perspectiva del psicoanálisis,
tiene entonces en su entretela el vínculo fraterno, que tiene como trasfondo la proscripción
del deseo incestuoso. Se deduce de lo anterior, que desde una mirada
psicoanalítica, el lazo social se sostiene sobre una igualdad deseante interdicta llevando el sello de
la frustración libidinal del deseo incestuoso (Freud,
S, 1912; Moguillansky, R y Vorchheimer,
M. 1998).
El sentimiento de unión social lo comprendemos,
desde lo que nuestra disciplina puede contribuir a su elucidación, como
producto de la interdicción del incesto, un corte que lo constituye y lo
mantiene, guardando entonces estrecha relación con los padres, nutriéndose de la prohibición hacia
ellos dirigida.
La ética que fundamenta el lazo social –que tiene en su seno los fundamentos
de la fratría- no es el resultado de
un acuerdo generoso; en el mejor de los casos la pertenencia a la fratría surge a partir de la
elaboración de los celos ante la pareja parental, un arreglo narcisista que
intenta desmentir el conflicto entre pares. Para este punto de vista, el
sentimiento de “lo común” no está exento de conflicto, aunque siempre aparece
como un ideal alcanzar un absoluto exento de él (Moguillansky
R. 2003). La "materialidad" pulsional de la fratría, fundamento del lazo social,
la constituye la libido homosexual sublimada; por esa razón se dice que es un
vínculo desexualizado, desapasionado en sí mismo, que guarda una estructura obsesivizada.
A la luz de lo anterior, el complejo fraterno supera con mucho la
importancia de un simple conjunto fantasmático. En esa línea, coincido con Kancyper cuando opina que (Kancyper,
L. 1995) el Complejo Fraterno “tiene su propia envergadura estructural,
relacionada fundamentalmente con la dinámica narcisista y paradójica del doble en sus variadas formas: inmortal,
ideal, bisexual y especular. Estos
tipos de doble, que cambian de signo y fluctúan entre lo maravilloso y lo ominoso, pueden manifestarse en el
campo de la clínica a través de las relaciones con los pares y resignificarse en los hijos y en la pareja. En el nivel
social suelen "hacerse oír" de un modo tormentoso y tumultuoso en “la
dinámica del narcisismo de las pequeñas diferencias”.
A la luz de lo anterior, el complejo fraterno supera con mucho la
importanciaTambién acuerdo con Kancyper
(ibid) en la idea que en la forma
completa del complejo de Edipo se articulan fantasías de: inmortalidad,
perfección, bisexualidad y especularidad inherentes a la dinámica de la
estructura narcisista, en tanto resulta de la combinación que se encuentra en
diferentes grados de la forma llamada positiva, tal como se presenta en la
historia del Edipo Rey (deseo de
la muerte del rival y deseo sexual hacia el personaje del sexo opuesto) y de su
forma negativa (amor hacia el progenitor del mismo sexo y odio y celos hacia el
progenitor del sexo opuesto).
A la luz de lo anterior, el complejo fraterno supera con mucho la
importanciaEl
doble inmortal, especular, bisexual e ideal entonces, en su doble efecto de
idealización y de siniestro, configura fantasías fratricidas, fantasías de
gemelaridad, complementariedad, confraternidad, excomulgación, etc.
¿Por qué la
pertenencia a lo conjunto? ¿Qué implica pertenecer?
Dentro de las relaciones de confraternidad,
agregaría a lo anterior un campo en el que adquiere importancia el complejo
fraterno: el sentimiento de pertenencia a un conjunto dado. Debiéramos admitir
que el sentimiento de pertenencia es un sentimiento con el que la teoría
psicoanalítica está en deuda.
Sugiero que el vínculo
fraterno es un terreno propicio para elucidarlo, al menos parcialmente, ya que
ocupa un lugar central para modelizar las relaciones sociales entre pares;
solemos definirnos como hermanos en tanto ciudadanos de un mismo país, de una
misma institución, de una misma familia, etc. Buena parte de nuestra inclusión
en lo conjunto, “somos como hermanos” se explica y se sostiene bajo esta
premisa.
El sentimiento de
confraternidad está implícito en
las instituciones que construyen los individuos; éstos dicen tener dicho
sentimiento respecto del grupo o
institución al que pertenecen. Los
individuos instituyen “un conjunto”, que es instituyente de las personas que lo
instituyeron, por ello estas pertenencias son fuente de subjetividad.
A la luz de lo anterior, el complejo fraterno supera con mucho la
importanciaDentro de
lo conjunto instituido se suele ocultar por urgencias narcisistas el
conflicto entre las exigencias del
individuo y las dadas por su pertenencia a lo conjunto. El sentimiento de
pertenencia -vivido como ser parte de una misma fratria- se hace presente en el
saber popular del siguiente modo: si pertenecemos a lo mismo, somos lo mismo,
tenemos los mismos intereses, deseamos lo mismo, tenemos una idea similar sobre
“el bien común”, lo que denuncia al menos una raíz narcisista de dicho
sentimiento. Recordemos que el mandato bíblico es aún más exigente, nos pide que amemos al prójimo más que
a nosotros mismos y el orden
social en ocasiones suele aumentar la apuesta cuando prescribe la pretensión
que no alberguemos sentimientos hostiles dentro de lo conjunto. Pero ese odio
que debiera ser desterrado de lo fraterno reaparece una y otra vez. La unión es
reclamada si no como sublime al menos como ventajosa. En otros momentos esa
mansedumbre en las relaciones sociales sólo es concebible como la única salida
posible e hija de la debilidad. Y hasta de la mano de Borges se llega a pensar
que no es el amor sino el espanto el sustrato de la unión.
¿Por qué el sentido común?
Lo fraterno suele crear un
"sentido común"[10], una
racionalidad que resiste al cambio que aporta un valor identificante;
lo conjunto instituye sentidos. La fratria, en tanto formadora de lo conjunto, da cuenta
de las relaciones entre el sujeto y el grupo, entre lo instituido y lo
instituyente.
Propongo que la
idea de Pensamiento único (Moguillansky 2003; Moguillansky 2004) es una buena
pista para ampliar nuestra comprensión sobre el fenómeno narcisista en su
articulación con fenómenos sociales.
Está implícito en los fundamentos del Pensamiento único la supuesta sabiduría
del “sentido común”.
El “sentido
común”, más que un saber, suele
ser una serie de “lugares comunes” que instituyen un común modo de pensar, una
cosmovisión (una Weltanshauung) que soluciona de manera unitaria todos los
problemas de nuestra existencia a partir de una única hipótesis.
Está presupuesto, desde el sentido común, que todos discurrimos de modo semejante, que a nuestro modo de pensar subyace una lógica uniforme, lo que
implica que todos razonamos igual
Convengamos
que es necesario un esfuerzo para advertir que en nuestra vida de relación sólo establecemos un consenso
sobre un modo de denotar y connotar y que esto no quiere decir que sentimos
igual, que pensamos igual, sin embargo, sentido común mediante, nos deslizamos
de uno a otro modo de pensar, en tanto contiene, el sentido común, la tentadora ventaja de hacernos sentir más
seguros en la vida, sabemos lo que debemos procurarnos, como debemos colocar
nuestros afectos e intereses de la manera más acorde.
¿Qué relación hay entre
el Pensamiento único y la teoría de la universalidad fálica?
No
resulta sencillo, desde esta perspectiva, hacer temblar (en el sentido que le
da a temblar Kierkegaard, en Temor y Temblor, 1843) la aspiración unificante,
la aspiración a ser parte de Lo Uno.
La cosmovisión
basada en “Lo Uno”, fundamento de la completud narcisista, persiste en el niño,
a través de la “teoría de la universalidad fálica”, una de las teorías sexuales
infantiles que dan sustento a la epistemología con la que piensa un chico –que sostiene la igualdad de
todos los humanos; en otras palabras no hay otro ser diferente a mí-,
epistemología entonces desde la que construimos y miramos el mundo en nuestros
primeros años de vida, y sabemos, la clínica psicoanalítica así nos lo enseña,
que no sólo ésto fija las coordenadas con las que reflexionamos en esa etapa
etárea, en nuestra adultez, con frecuencia, seguimos pensando desde esos ejes.
Lo que suele crear un mundo compartido entre sujetos es precisamente la
fantasía de tener una fantasía en común[11].
Esta fantasía construida en común no por fantástica es menos eficaz en sus
efectos, es precisamente lo conjunto.
También
forma parte de esta cosmovisión, afín con el pensamiento único, la creencia sin
discusión en los “enunciados de fundamento” de la sociedad a la que advenimos.
Nos culturalizamos mediante esta
incorporación a-crítica de los valores, proscripciones y prescripciones
vigentes en esa cultura que nos acoge[12]; es
el precio que tenemos que pagar para tener un lugar dentro de ella.
¿Cómo se concibe y cómo se diferencia el logro de
poder pensar la autonomía del objeto y la noción de ajenidad del otro?.
¿Qué concebimos con la autonomía del objeto?
La
perspectiva kleiniana y poskleiniana ha propuesto que los objetos, como fruto
de la elaboración de la posición depresiva, pueden ser considerados como
autónomos, con posibilidades de ser perdidos, dañados, etc. Este logro, la
autonomía del objeto, es un logro que el sujeto realiza básicamente en su mundo
interno. Para esta perspectiva es posible mantener una relación
intersubjetiva cuando se respeta la autonomía del otro, lo que incluye la
capacidad de admitir que éste esté presente o ausente, capacidad que implica la aceptación que
ese objeto esté con terceros.
Cuando la autonomía no se tolera porque la ausencia,
adjudicada a la relación con un tercero, produce celos intolerables o porque la presencia del
objeto y sus cualidades generan rivalidad o envidia insoportable, se anula,
para esta perspectiva, la relación intersubjetiva.
Aunque esta perspectiva es muy explicativa, a mi
juicio, no da cuenta de la ajenidad del otro.
¿Cómo concebimos la ajenidad del otro?
Para pensar la ajenidad del
otro, necesitamos una teoría que incluya a ese otro, una teoría sobre el
vínculo. Ese otro, en el contexto de un vínculo, implica considerar el
sentimiento que se tiene no sólo acerca de lo que sentimos ante su presencia o
ausencia sino también lo que nos hace sentir lo incompartible del otro, lo
inasimilable del otro dentro del sistema significante. Eso incompartible,
inasimilable es el resultado del tope que el otro pone a la imagen que desde la
relación de objeto anticipo de él. No tenemos acceso sensorial a lo
incompartible del otro; usando un modelo perceptual, lo ajeno del otro, está en
el lugar que podría ser observado desde la mancha ciega. Carecemos de
posibilidades sensoriales de acceder a él, somos en ese sentido ciegos ante lo
ajeno, no lo vemos. ¿Cómo podemos ver lo que no vemos? Heinz von Foerster
(1984) dice que lo que no vemos sólo puede “verse a través de los ojos de los
demás”. Sobre ésto sólo nos puede
informar el otro para que él tenga
existencia. Es el otro con su presencia que da condiciones de posibilidad de
darle carta de ciudadanía a lo ajeno, ya sea como significable (lo pasible de
alcanzar significación) o como un espacio, que aunque inaccesible por el
conocimiento, se lo conciba como existente, se conciba su alteridad.
Para concebir esa alteridad
hace falta una elaboración que implica al otro, una elaboración que tiene que
contener y modular la violencia que se genera frente a lo inicialmente falto de
significación, permitiendo una actitud perpleja que haga factible soportar la realidad inalcanzable del
otro y que eventualmente devenga pensable (R. Moguillansky, 1999). La
semantización que se puede lograr de esta ajenidad siempre es parcial, lo que
Kaës llama negatividad relativa. Queda por cierto siempre un resto de imposible
significación, algo del otro nos es inaccesible, a lo que Kaës da el nombre de negatividad radical. Veamos
donde suceden estos fenómenos: la
autonomía del objeto da cuenta de fenómenos que tienen sede en la mente de un
individuo, en cambio el sentimiento de alteridad sólo es posible concebirlo en
la relación con un otro.
¿Qué implica
aceptar reglas universales? ¿Puedo concebir como bueno lo que es bueno para
otro y no es bueno para mí?
Es parte del folclore judío que ante alguna nueva norma algún judío
haga la siguiente pregunta “¿y eso
es bueno o malo para los judíos?”. Es moneda corriente que esa pregunta encuentra su razón de ser en sujetos que estaban
prevenidos ante una sociedad que no les había concedido una igualdad con los
otros miembros de la comunidad en la trágica historia de normas que tenía por
fin marginarlos, discriminarlos. Sin embargo, sin abandonar la anterior
perspectiva, admitamos que ante nuevas disposiciones, independientemente de si somos judíos o no, nos resulta
difícil considerar -basados en que “la mejor caridad empieza por casa” o
“muerto yo se murió mi mejor amigo”- que esa norma o esa ley que se sanciona -que dictamina qué es bueno y qué es
malo con carácter universal- sea buena aunque coyunturalmente no nos convenga o
nos perjudique.
¿Por qué el malestar en
la cultura?
Es condición de una ética que incluya a otro diferente de mí admitir
normas universales más allá que ellas no nos convengan o nos perjudiquen.
¿Cuánto toleramos normas universales?
No es un tema menor admitir restricciones, prohibiciones, que no
atiendan de modo inmediato a nuestros deseos. Admitirlas en nuestro pensamiento es condición de
posibilidad para concebir la alteridad.
Freud nos enseñó de modo ejemplar en “El malestar en la cultura” el
rechazo que solemos tener frente a las imposiciones que nos hace la cultura.
Vaya como ejemplo trivial el malhumor que solemos experimentar si estamos
apurados ante un semáforo o una barrera que nos impide el paso y lo difícil de
admitir que es un tope para
cuidarnos.
¿Podemos
dar hospitalidad a quién concebimos
como otro?
¿Podemos asumir una ética en la que tenga carta de ciudadanía la
alteridad?
Freud no es muy optimista respecto de este
punto. Nos habla repetidamente de
la hostilidad que despierta el nacimiento de un hermano (Freud, 1900; 1909).
Lacan (1948) siguiendo esta línea afirma
que la completud imaginaria, propia de la identificación
especular, sostiene una lógica de exclusión que dice en donde tú existes yo no existo, nunca ambos. La aparición del
otro engendra la agresividad más radical. La agresividad, para Lacan, es la
tendencia correlativa de un modo de identificación narcisista que determina la
estructura formal del yo del hombre; la agresividad es entonces para Lacan no
un fin de la pulsión sino una propiedad de la libido narcisista. De ese modo el
correlato del enamoramiento es la agresividad, si el otro nos completa, se
produce enamoramiento; si ocurre lo contrario, despierta agresividad.
Derrida, un autor esencial en este tema, plantea en su ensayo sobre
“La hospitalidad” (Derrida, J. 1997) que la
otredad -en mi definición el otro-, se resiste al intento de ser englobada o identificada
bajo una totalidad, porque el otro se presenta bajo una relación de asimetría
develando que toda búsqueda de la simetría es un intento de neutralización de
esa alteridad inicial. La asimetría es
la condición misma de la extranjeridad, una asimetría imposible de ser ignorada. El otro es anterior a mí y me interpela desde siempre. Sin embargo ese
otro, extranjero a mí, me instituye.
Lévinas en
Totalidad e infinito (1997)
discute como la responsabilidad hacia el otro tiene sus raíces dentro de nuestra construcción subjetiva.
Explica como el Yo se construye acorde a lo que el Yo ve y cree conocer del otro. Para Lévinas
la subjetividad es primordialmente ética, la responsabilidad se origina en el
trato con el otro. Mientras se da la
interacción entre los dos sujetos, su encuentro da origen a un nosotros, ya que los dos se conciben
como sujetos y también conciben un ente externo que regula su encuentro. De ese
modo Lévinas interpreta la forma en la que cada
encuentro con un otro conforma un
colectivo y una idea de cada otro y
el Yo. Para la filosofía de Lévinas el Yo es la suma
de todos los encuentros que tenga.
La acogida de la alteridad y más aún como
condición de todo Yo, es descrita por Lévinas (11993)
como una instancia que rebasa toda posibilidad de tematización,
abriendo al Yo a partir de la idea de infinito y rompiendo con su posibilidad
de totalidad. Levinas al postular una alteridad no reductible a lo mismo
se opone a la tesis de Hegel de
incluir al otro a partir de una negatividad
apresable -sintetizable- dialectizable
en una totalidad. En esa línea vemos la irreductibilidad del otro a una negatividad, el rebasamiento
de la ontología que se presenta en la inaprensibilidad
del otro, es lo que constituye la
hospitalidad para Lévinas. La hospitalidad es, pues,
la situación de puesta en contacto con un otro no tematizable,
que exige una responsabilidad. La hospitalidad -el sí al otro-
al otro es la afirmación de una alteridad que me precede y con la
cual me encuentro desde siempre en una situación de deuda no saldable, aun cuando la niegue o quiera capturarla bajo un
horizonte intersubjetivo.
En ese sentido terminaría proponiendo que
dar hospitalidad al otro, implica que
con su presencia podamos poner en pausa la
agresividad que nos provoca en tanto otro,
no intentemos
englobarlo bajo una totalidad, renunciemos a conocerlo en su totalidad. Ese otro es un otro que
rompe con nuestra propia posibilidad de concebirnos como una totalidad, implica
tolerar la inaprensibilidad que tenemos de ese otro que se nos presenta bajo una
relación de asimetría y admitir que toda búsqueda de simetría es un intento de neutralizar su alteridad.
Podemos estar con ese otro, encontrarnos con ese otro si admitimos que no lo conocemos y
que él no nos conoce y que en ese desencuentro en tanto somos dos desconocidos
tenemos confianza que queremos entendernos aunque no nos conocemos. Este
encuentro en el desencuentro (Moguillansky R. y Seiguer, G, 1996; Moguillansky,
R. y Nussbaum, S. 2013/2014) es un estado que hemos
llamado estado vincular, un encuentro en que podemos tolerar las alteridades
mutuas. Este estado no se estabiliza y debemos una y otra vez, confianza
mediante, reencontrarlo.
Epílogo
En este texto he intentado recorrer la dificultad que implica
concebir a un otro, otro que es fundamento de nuestra ética y de los
avatares que desde una perspectiva freudiana tenemos que atravesar, elaborar,
para lograrlo.
Resumen
Este texto propone una contribución acerca de los “fundamentos
de la ética desde el psicoanálisis” exponiendo que este tema implica, al
menos desde una perspectiva psicoanalítica, pensar cómo concebimos el
narcisismo, sus vicisitudes y los avatares por los que transitamos para concebir a los otros.
Para ello primero explora, desde distintas perspectivas, la cuestión
del otro y de la otredad, para luego exponer cómo, desde el punto de vista del
autor, el psicoanálisis propone que se
llega a concebir a un otro desde
un Yo que en sus inicios se supone a si mismo como autosuficiente.
Palabras
clave: narcisismo, ética, otredad,
otro
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